El golpe de Estado en curso en Zimbabwe contra el presidente Mugabe cuenta con, al menos, dos factores que lo hacen informativamente extraordinario.
El primero es el hecho mismo de que la noticia resulte extraordinaria, es decir, que nos recuerde sĆŗbitamente que un golpe de Estado ha dejado de ser una ocurrencia deplorablemente comĆŗn y repetida en el Continente Africano.
Las buenas noticias no son noticia, sobre todo porque casi todo lo positivo es gradual y lento, material inservible para un titular de primera. Y Ćfrica, un continente no hace tanto tristemente cĆ©lebre por sus Bokassas y sus Idi Amin, sus tiranos uniformados y sanguinarios y sus hambrunas recurrentes y masivas, se ha convertido en silencio en estos aƱos en una parte del mundo dominada por democracias mĆ”s o menos funcionales y un crecimiento económico constante, si bien todavĆa muy alejado del Primer Mundo.
Robert Mugabe era desde hace ya años una reliquia, el último de los grandes y desastrosos caudillos africanos surgidos de una caótica descolonización.
El segundo factor extraordinario no se refiere tanto a la propia Ćfrica como a la opinión publicada mundial: es el primer golpe de Estado de que tengo noticia en que los medios, prĆ”cticamente en bloque, se decantan a favor de los golpistas.
Una de las maldiciones que se ha sumado a las otras muchas del continente ha sido el complejo de culpa occidental, derivado de la colonización, que ha hecho prĆ”cticamente imposible criticar a los lĆderes africanos o hacerle responsable de sus actos, menos aĆŗn si, como en el caso de Mugabe, habĆa llegado al poder tras luchar por la liberación de su paĆs, la antigua Rhodesia del Sur.
Pero la reacción favorable al golpe -o, si lo prefieren, al derrocamiento del dictador- adolece de la misma ignorancia profunda sobre la realidad del paĆs en particular y de Ćfrica en general. Es una ignorancia culpable, porque no consiste tanto en ignorar datos como en querer imponer la visión eurocĆ©ntrica sobre una región que se mueve en otros parĆ”metros.
En este caso, la visión generalizada es que se ha puesto fin a una dictadura, y que lo que llega ahora es una democracia, algo con algún parecido a lo que tenemos en Europa o América. Pero el régimen de Mugabe era una democracia, al menos en el sentido mÔs primario del término: si ha sido un dictador, y un dictador implacable, también ha sido enormemente popular y ha ganado siempre unas elecciones que no tienen por qué estar mucho mÔs amañadas que otras del continente. Por lo demÔs, no ha sido derrocado por medios democrÔticos, precisamente.
Su presunto sucesor, Emmerson Mnangagwa, que ha podido propiciar el golpe despuĆ©s de quedarse sin la vicepresidencia, estĆ” cortado por el mismo patrón que Mugabe, ha formado parte de su cĆrculo de Ćntimos y no se ha ganado el apodo de Ngwenya -‘Cocodrilo’- por ser un amante de la democracia y los Derechos Humanos.
Mnangagwa ha sido ministro con Mugabe, dirigió la masacre de Matabeleland a principio de los aƱos ochenta -el asesinato masivo de miles de shona que apoyaban al ZAPU, el partido rival encabezado por Joshua Nkomo. TambiĆ©n fue clave en los ataques masivos contra los granjeros blancos a principios de siglo. AdemĆ”s, cuando en 2008 Mugabe quedó segundo en la primera vuelta de las presidenciales frente al lĆder opositor Morgan Tsvangirai, el Cocodrilo movilizó al EjĆ©rcito para que los soldados impidieran fĆsicamente a los partidarios del lĆder opositor acercarse a las urnas, hasta el punto de que Tsvangirai retiró su candidatura.
No es, exactamente, el modelo que uno esperarĆa del hombre que supuestamente viene a devolver la democracia a Zimbabwe.
Otro factor comĆŗn de la respuesta de la prensa al golpe, este en absoluto extraordinario, ha sido que en todo el espectro, de la supuesta derecha a la sedicente izquierda, el dictador africano ha sido motejado con todo tipo de epĆtetos -racista, ultranacionalista, tirano, homófobo-, ignorando uno no solo evidentĆsimo, sino causa principal del desastre económico de un paĆs que antaƱo producĆa alimentos para todo el Continente: socialismo.
Robert Mugabe tiene 93 aƱos y es mĆ”s que dudoso que estĆ© en pleno uso de sus facultades o que le quedara, en cualquier caso, mucho tiempo por delante. El problema, lo que ha movido a los militares a entrar en acción, es que la consorte del anciano presidente, Grace Mugabe, de 52 aƱos y verdadero ‘poder tras el trono’ en los Ćŗltimos aƱos, se perfilaba claramente como heredera de su marido. SegĆŗn las Ćŗltimas informaciones, Grace habrĆa abandonado el paĆs mientras su marido continĆŗa en arresto domiciliario.
La historia de Zimbabwe no es fĆ”cil de contar sin entrar en conflicto con un montón de tabĆŗes que han paralizado a muchos periodistas occidentales, aterrados ante posibles acusaciones de ‘racismo’. Esta es la razón, en buena medida, por la que se ha dado un pase a un dictador que se ha mantenido cuatro dĆ©cadas en el poder y ha destruido a conciencia su paĆs.
Rhodesia fue, junto a SudĆ”frica, el Ćŗltimo Estado africano en mantener una Ć©lite gobernante blanca, y una población sustancial de granjeros blancos responsables del ‘milagro’ agrĆcola del paĆs. Mugabe echó a los blancos de sus tierras y les dio las granjas a sus amigos. La economĆa se hundió en un tiempo rĆ©cord mientras su ‘cotterie’ de paniaguados se daba la gran vida.
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