«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
terminó tan insignificante como comenzó

La insoportable irrelevancia del G7: Cuando Israel hace lo que Occidente no puede

Cumbre del G7 en Canadá.

La última cumbre del G7, que Donald Trump abandonó precipitadamente, quedó completamente eclipsada por el conflicto en Oriente Medio que, por primera vez desde 1979, amenaza seriamente con hacer colapsar el régimen dictatorial de los ayatolás.

Hace una década, las potencias europeas sellaron con Irán el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC), un acuerdo nuclear que no desmanteló la red terrorista iraní, por el contrario, la legitimó y fortaleció. Bajo ese paraguas, Irán mantuvo la opresión feroz de su pueblo, el patrocinio de Hezbolá en el Líbano y de Hamás en Gaza, así como con el régimen asesino de Bashar al-Ásad en Siria, responsable de una guerra civil que mató a un millón de personas, desplegó armas químicas y exilió a Europa a millones produciendo uno de los desequilibrios demográfico, económico y de seguridad más importantes de la historia.

Paralelamente, Irán mantuvo su apoyo a los terroristas hutíes en Yemen, quienes también vienen sosteniendo una guerra civil prolongada y cruenta, aunque ignorada en el resto del mundo. A los hutíes, Irán les proveyó armamento que ha servido no sólo para amenazar el comercio petrolero mundial al poner en jaque el transporte marítimo del Mar Rojo, sino que los ha usado para desarrollar una red de piratería y secuestro, además de ser responsables de derrames petroleros criminales para el ecosistema local. Todo este entramado monstruoso no sólo fue tácitamente permitido, sino que fue financiado con miles de millones de dólares en alivio de sanciones.

Y no olvidemos que hace apenas una semana, el mundo (incluyendo a la propia administración Trump) estuvo a punto de firmar un nuevo acuerdo nuclear, incluso más permisivo que el anterior. Pese a haber prometido Trump a viva voz que “habría consecuencias” si Hamás no liberaba a todos los rehenes antes de su asunción, meses después Jamenei se burlaba en la cara y el presidente estadounidense se mostraba dispuesto a negociar con el régimen. La misma Casa Blanca que hoy celebra los bombardeos israelíes, la semana pasada se preparaba para abrazar a Teherán.

Hoy los aviones de combate de las Fuerzas de Defensa de Israel vuelan impunes sobre los cielos iraníes y Trump saca pecho por ello. No hay un solo alto mando iraní que pueda dormir tranquilo. Lo que ha ocurrido en la última semana es de antología, una proeza de inteligencia, estrategia e infiltración militar sin precedentes, que será estudiada durante generaciones.

Y lo hace no por ambición, sino por necesidad. Durante demasiado tiempo, Occidente ha contemplado pasivamente la posibilidad de un fundamentalismo islámico nuclearizado. Israel no esperó: actuó. Jerusalén combate porque no tiene otra opción frente a un régimen que se autodefine como guiado por el objetivo de “borrar del mapa a Israel” . Ningún país puede permitirse la indiferencia.

A la vista de las declaraciones de G7, comprender ahora que los iraníes patrocinan el terrorismo y la inestabilidad mundial significa poco, menos aún mientras el régimen es duramente atacado. Tantas acciones pasadas podrían haber reducido el alcance del totalitarismo expansionista y el terrorismo iraní que duele haber desperdiciado toda oportunidad. La reunión de esta semana, con el G7 publicando llamamientos vacíos y de compromiso, vuelve todo mucho más penoso.

La cumbre del G7 terminó tan insignificante como comenzó, lo que acabamos de presenciar es nada menos que la desaparición de la influencia de las élites europeas. Como muchas instituciones internacionales nacidas en la Guerra Fría, el G7 ya no cumple función alguna. Su impacto en la política y economía mundial es nulo. En esta ocasión, sus líderes apenas lograron consensuar dos frases: pedir una desescalada y señalar a Irán como “principal fuente de inestabilidad regional”. Un comunicado que nadie leyó y que, como siempre, no alterará nada.

Un enorme desplazamiento del poder económico, político y militar desde Europa hacia otros continentes ha dejado al G7 con la apariencia de una asamblea de impostores disfrazados de estadistas. La relevancia debe ganarse, pero los políticos europeos han vivido demasiado tiempo en un mundo de fantasía del cual estas cumbres anuales son sólo una fachada decorativa. Esta atrofia de la fuerza estratégica se ha visto acelerada por la pérdida de confianza cultural de Occidente.

¿Cómo llegó el G7 a este nivel de irrelevancia?  Desde el siglo XIX, las relaciones internacionales han oscilado entre el sueño de la gobernanza multilateral y el caos de la geopolítica real. La posguerra trajo una red de instituciones que, lejos de ordenar el mundo, degeneraron en burocracias parasitarias, plataformas de corrupción, vehículos de influencia para autocracias como China o regímenes africanos y árabes. La ONU, el FMI, el Banco Mundial, la OCDE, y las posteriores UE o el G7 no escaparon a ese destino.

Todas cayeron víctimas de las extralimitaciones de los burócratas, y de sus extravagancias institucionales, lo que condujo a un malestar de los ciudadanos del que sólo vemos la punta del iceberg. Malestar que se plasma en el surgimiento en toda Europa de opciones políticas que denuncias esta lacerante deriva. Una nueva élite jurídica internacional desató la guerra en nombre de los derechos humanos contra los mismos Estados nacionales que los habían creado, ejecutada por naciones donde esos mismos derechos son una farsa. Para ejemplificar la dimensión del drama, basta mencionar el caso del artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y la forma arbitraria en que se utiliza para sostener la agenda climática o inmigratoria del progresismo.

Muy pocos líderes en Europa se percatan del vaciamiento del orden de posguerra. Sin embargo, en los últimos siete días las élites occidentales muestran más respeto hacia Israel en la guerra contra Irán del que expresaron en todos estos meses de enfrentamientos contra Hamas y Hezbolá. Resulta que el enfoque israelí ha producido mejores resultados en esta semana que las inútiles negociaciones y acuerdos acumulados durante décadas.

Tras años de diplomacia fallida, de estrategias de palo y zanahoria para dictadores y terroristas, es evidente que el modelo se ha agotado. Las sempiternas objeciones europeas a las acciones israelíes sólo han servido de altavoz de todas las narrativas de propaganda pro-revolución islámica y antioccidentalismo. Francia, hoy y ayer, encabeza esta tendencia.

Al profanar esas narrativas progresistas, Israel está rescatando a Occidente de su propia estupidez, allí donde el multilateralismo fracasó y convirtió a Medio Oriente en un hervidero de terrorismo, matanzas de cristianos, expulsión de ciudadanos y contrabando de armas, energía, drogas y personas. Israel puede tener éxito donde la hegemonía socialdemócrata ha fracasado porque sabe «pensar en árabe»; sus líderes entienden a quienes los rodean y no se dejan intimidar por galimatías y campañas de opinión financiadas por Qatar que funcionan en Bruselas pero no en El Cairo o Damasco.

Un país minúsculo como Israel, está aniquilando en una guerra de larga distancia a una superpotencia regional territorialmente enorme y casi diez veces más poblada, mientras que prosigue en otros frentes la guerra que comenzó en 2023 cuando un proxy iraní invadió su territorio y masacró a sus civiles. Es difícil exagerar el rol de Israel en este momento y el servicio que le brinda a un Occidente suicida e impotente.

Mientras el G7 debatía su insignificancia en Calgary, Israel enfrentaba lo que ninguna nación europea podría haber enfrentado. Ni las advertencias de Rusia ni la sombra de China detuvieron a Jerusalén. Moscú y Pekín están dispuestas a usar a Irán, pero no a defenderlo. Ni siquiera eso le queda a Teherán.

También Estados Unidos exhibe su poder gracias a la inesperada fama que cobraron sus armas únicas en el mundo. Trump podrá presumir de lo que hace una semana estaba desaconsejando. Las fuerzas del islamismo se encuentran en una debilidad histórica, sin intermediarios ni referentes, dependiendo de puñados de defensores que en el mejor de los casos se podrían calificar de ridículos. La murga estéril, desequilibrada, quejumbrosa y absurda que tan bien ejemplifican Greta Thunberg y su barco selfie o la brigada woke de la izquierda española despreciada hasta el asco por el pueblo egipcio. Esa es hoy su diplomacia.

Las élites occidentales deberían reconocer los beneficios mutuos de una Israel fuerte, único país que podría terminar con el programa nuclear iraní para que ya no represente una amenaza global. Sólo con eso, Israel habrá hecho del planeta un lugar mejor. Esas élites deberían apoyar que Jerusalén se convierta en líder regional con acuerdos con los estados árabes aliados para asegurar el comercio y la paz, únicas garantías que previenen el terrorismo y la inmigración masiva.

La irrelevancia del G7 no es solo un síntoma del declive de la vieja diplomacia, sino la prueba de que cuando las instituciones se alejan de la realidad, la realidad las abandona. Y mientras ellos hacen turismo diplomático para las fotos, otros están haciendo historia. Y el G7, una vez más, quedó fuera del cuadro.

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