Oxfam y muchas otras organizaciones de caridad viven, por lo demás, de manipular los sentimientos de compasión y solidaridad.
Medicos sin Fronteras ha dado un paso al frente, reconociendo 24 casos de acoso o abusos sexuales en el seno de la famosa organización, después de que se conocieran detalles del oscuro mundo de orgías que se escondía detrás de la bondadosa pantalla de Intermon Oxfam.
Es una ley implacable de la historia que cuanto más poderosa y rica es una organización, más probable es que en ella medren los abusos de poder y la ambición de todo, y nuestra época ha hecho aún más fácil que las ONGs -lo que antes se llamaba ‘instituciones de beneficencia’- escapen del escrutinio público por una muy extendida ‘presunción de santidad’.
Las empresas, por más que sean responsables del grueso de los beneficios de que goza la humanidad, de su riqueza y de sus avances tecnológicos y de calidad de vida, son, en el sencillo catecismo de la modernidad, culpables mientras no se demuestre lo contrario. Ya puede Amancio Ortega donar sumas ingentes a las causas más laudables o dar trabajo a miles de personas: busca el lucro, luego es malo.
Es más común buscar la salvación en la política, pero la desconfianza hacia el Gobierno está demasiado generalizada para que sea otra cosa que teórica. La ambición de poder se les supone a los políticos, y su autoridad para decidir las condiciones económicas les hace especialmente vulnerables a la corrupción.
Nada de esto afecta a las ONGs, que estamos acostumbrados a ver como asociaciones de almas puras y entregadas al bien común por mor de dos condiciones, ambas repetidas hasta la saciedad y ambas parcialmente falsas: que no tienen «ánimo de lucro» y que son «no gubernamentales».
Lo segundo es cada vez más falso. Basta echar un vistazo a sus libros -mucho más opacas que las de una gran empresa, porque carecen de la obligación de rendir cuentas detalladas- para advertir que buena parte de sus ingresos, cuando no la mayoría, proceden precisamente del Gobierno o de organizaciones internacionales.
Por ejemplo, Oxfam. En 2014, el escritor Theodore Dalrymple recordaba que «la mayor parte del dinero de Oxfam procede del Gobierno, es decir, de las contribuciones forzosas de los contribuyentes de los distintos países. Estos fondos procedentes del presupuesto público representaron 170,1 millones de libras, frente a los 119,5 derivados de donaciones voluntarias. Una organización tan dependiente financieramente de contribuciones obligatorias no puede llamarse «institución de beneficencia» en absoluto, a menos que se consideren beneficencia los impuestos obtenidos bajo amenaza de multa y cárcel si no se pagan».
De hecho, muchas de las grandes ONGs se han convertido en la práctica en departamentos del Estado externalizados, algo así como una subcontrata que emplean los gobiernos para aplicar políticas que no quieren o no pueden imponer directamente. De esta manera y con el halo de santidad de estar contribuyendo «a las ONGs», el Gobierno avanza sus fines sin tener que responsabilizarse de los resultados ni del coste.
También lo segundo, que carezcan de «ánimo de lucro», es bastante relativo. Obtener beneficios no es para las empresas un mero objetivo egoísta: es, cuando se tiene determinado volumen, una obligación que desincentiva los gastos absurdos o las inversiones alocadas. El mercado es implacable con el despilfarro, y la empresa que incurra en ellos perderá cuota de mercado e inversores, pudiendo quebrar si persevera en la estupidez.
No así en una ONG que, al no medirse por beneficios, tampoco incurre, técnicamente, en pérdidas. Esto las convierte en un instrumento ideal para trabajar en su dirección con un buen sueldo sin recibir esa mirada de suspicacia y recelo que nuestro tiempo reserva al empresario: es un benefactor, trabaja sin ánimo de lucro.
No, por supuesto. El directivo de una ONG importante puede cobrar tanto o más que el directivo de una empresa. La memoria anual de la organización 2011-2012 registra que ingresó 196,7 millones de dólares y gastó 118,5 millones en remuneraciones. El sueldo medio de los empleados era en 2014 de 24.000 dólares, que quizá no sea para tirar cohetes pero que está por encima de la media en los países en los que trabaja la mayoría de su personal. La organización en sí podrá no beneficiarse económicamente de su actividad, pero quienes la forman desde luego que lo hacen.
Hay tres directivos en Oxfam que cobran entre 166.000 y 182.000 dólares al año lo que, una vez más, no es un sueldo de potentado, pero que tampoco está mal para una organización sin ánimo de lucro. Y eso, por supuesto, sin contar con la verdadera bicoca, las dietas. Solo en 2013, el jefe ejecutivo de Oxfam incurrió en 80.000 dólares en gastos.
Oxfam y muchas otras organizaciones de caridad viven, por lo demás, de manipular los sentimientos de compasión y solidaridad, en ocasiones con informes vergonzosamente sesgados, como en cada ocasión se encargan de desmontar los expertos.
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