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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Rusia sume al G7 en un debate existencial

El debate sobre si permitir a Rusia que regrese al G7 ha provocado hasta el momento las discusiones más enconadas en la cumbre de Biarritz, porque obliga al grupo a cuestionarse el sentido de su propia existencia.

Rusia fue expulsada del entonces G8 en 2014, tras la anexión de Crimea. En Biarritz, el presidente estadounidense, Donald Trump, ha retomado con fuerza su propuesta de reintegrar a Moscú en el grupo, que lanzó ya el año pasado, pero se ha encontrado de nuevo con la división del resto de integrantes.

Como una decisión así exige la unanimidad entre los socios (Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Japón, Canadá y Estados Unidos), por ahora el presidente ruso, Vladímir Putin, se quedará fuera.

Si el asunto ha levantado tantas asperezas es porque pone en duda algo tan esencial como qué papel tiene hoy el G7, un grupo que nació en 1975 por iniciativa francesa tras la crisis petrolera y que hoy se enfrenta a un mundo muy diferente, multipolar, y que cuenta con otro foro, el G20 (del que forman parte las economías más desarrolladas y emergentes), más representativo.

La mejor prueba de estas dudas existenciales es la dificultad misma a la hora de definir qué es el G7: ¿Un club de potencias democráticas en declive? ¿Un rescoldo de la Guerra Fría? ¿Los últimos coletazos de la hegemonía del Norte sobre el Sur?

Una fuente europea que pidió el anonimato y que ha seguido las conversaciones entre los líderes en Biarritz reconoció que en la cena informal del sábado, cuando los líderes se vieron por primera vez cara a cara, la temperatura alcanzó su pico cuando Trump sugirió reintegrar a los rusos.

«No sería justo decir que fue un 6 contra 1. Más bien fueron los europeos quienes se posicionaron en contra», explicó la fuente.

La Unión Europea tiene claro que el único sentido del G7 hoy día es reunir a las mayores democracias liberales, que encarnan una serie de principios cada vez más amenazados: el Estado de derecho, la sociedad abierta o los derechos humanos.

Para el presidente saliente del Consejo Europeo, el polaco Donald Tusk, cuando Rusia ingresó en 1997 en el grupo «se creía que iría por el camino de la democracia liberal. ¿Alguien puede decir (…) que esté ahora en ese camino?».

Tusk, que representa el ala más reticente a acoger a Moscú en la mesa, cree que las razones para expulsar a Rusia no solo siguen siendo válidas, sino que «incluso hay nuevas razones como la provocación rusa en el mar de Azov».

Frente a esos argumentos, Estados Unidos pretende imponer una visión más pragmática, como quedó de manifiesto con la forma en que Trump introdujo su propuesta de reintegrar a Rusia.

Según una fuente conocedora de las conversaciones entre los líderes, Trump aprovechó el final de la discusión sobre Irán para apuntar que sólo tiene sentido hablar de la crisis nuclear si Rusia participa del diálogo.

Según esta línea de razonamiento, hay un número importante de asuntos globales que sólo pueden ser tratados de forma integral si Rusia se sienta a la mesa, como los casos de Irán o Siria, en cuya guerra civil Moscú ha desempeñado un papel decisivo.

Francia asegura haber escuchado la necesidad de transformar el G7 y abrirlo a otros países. Por ello, ha invitado a la cumbre a Estados como Chile, Sudáfrica, la India y Australia, que representan democracias estables de diferentes continentes, además de a España y cuatro países africanos.

Sin embargo, la costumbre de invitar a otros líderes es habitual en las cumbres del G7. El gesto francés, más allá de la cosmética, no aporta grandes novedades.

Lo cierto es que, al final del día, quienes se reúnen para tomar las decisiones siguen siendo los mismos que hace 44 años. No son pocos quienes se preguntan cuánto tiempo más podrá seguir siendo válido este formato.

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