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La única emergencia es la climática y es culpa nuestra

Todos pobres por lo civil o lo criminal: renunciar a nuestra forma de vida para «salvar el planeta»

Europa Press

Es de agradecer que lo pregonen a los cuatro vientos, sin disimulos, para que luego no puedan invocar ese lugar común que es el negacionismo. El digital de Ignacio Escolar dice que debemos empobrecernos por las buenas o por las malas para salvar el planeta, que así titula un reportaje sobre el ensayo «Bailar encadenados« de Jorge Riechmann.

La idea, en realidad, ya la han difundido antes de manera aún menos sutil en el Foro de Davos con el «no tendrás nada y serás feliz», el plan de las élites para que renunciemos a nuestra prosperidad y forma de vida. A priori, parece un objetivo descabellado, imposible de conseguir a menos que la población haya sido bombardeada con propaganda durante años. Nadie acepta la sumisión si previamente no le han convencido de las bondades de tal cosa.

Claro que como en todo fenómeno hay diferentes formas de decir las cosas. Riechmann no habla –como cualquier medio globalista tipo El País– de controlar la población («No se trata de salvar el planeta: la cosa va de no convertirnos en asesinos de nuestros hijos e hijas, nietas y nietos»), sino que emplea términos mucho más amables, casi errejonianos: «Mi propuesta de ecosocialismo descalzo trata de ayudar a que tomemos el camino de por las buenas, deshaciéndonos de ilusiones e impulsando dinámicas de decrecimiento material y energético, redistribución masiva, educación en la igualibertad, relocalización productiva, tecnologías sencillas, agroecología, recampesinización de nuestras sociedades, renaturalización de zonas extensas de la biosfera, cultivo de una nueva cultura de la tierra». O sea, la verborrea hueca propia de Errejón que esconde con eufemismos la pobreza y la destrucción de la clase media.

Se equivoca quien piense que esto es cosa de cuatro chamanes climáticos. Nada de eso. El nuevo informe de expertos sobre cambio climático de la ONU señala que «el mundo necesita que paremos y dejemos de emitir gases. La supervivencia del ser humano y del resto de especies pasa por una reducción rápida y profunda de nuestro comportamiento en los próximos siete años, antes de 2030».

Es curiosa la apelación constante a ese año, 2030, al que quienes mandan dirigen todas sus políticas –cuales planes quinquenales en la URSS– como esperando una señal de la madre tierra. La última imposición ha sido la prohibición de vender vehículos de combustión, incluidos los de gasolina, diésel e híbridos, a partir de 2035. Así lo ha decidido la UE en una de las mayores puñaladas a la clase media que se recuerdan, auspiciada por los partidos de la izquierda y liberales del parlamento europeo y refrendada después por 23 ministros de Energía de la UE. Sólo un país votó en contra, Polonia, y tres se abstuvieron: Rumanía, Bulgaria e Italia.

Estas restricciones, como sucede siempre, no las sufrirán quienes las imponen, que seguirán viajando sin problemas como en 2020. Mientras el confinamiento era moneda común para toda la población occidental, los viajes en jets privados se multiplicaron. De algún modo, eso nos anticipó un futuro en que las élites disfrutan de las privaciones que imponen al resto. El coche, como el avión, será el privilegio de unos pocos en apenas unos años.

La otra paradoja es que estos cambios que afectan a la forma de vida de millones de europeos y españoles no han sido refrendados en las urnas, rasgo esencial de nuestra época. ¿Acaso se presentó Almeida a las elecciones diciendo que prohibiría la circulación a los vehículos de combustión con distintivo A? Fue al revés. El alcalde de Madrid, que prometió derogar todas las restricciones a los vehículos en el centro, ha acabado ampliándolas.

De esta manera, se impone el modelo de ciudad 2030 en que el centro de las ciudades queda reservado sólo para hoteles, restaurantes de lujo, pisos turísticos y casas sólo al alcance de grandes fortunas. Fomentar la inversión extranjera, por cierto, encarece el precio de la zona expulsando a los vecinos autóctonos a la periferia. Y si tienen un coche antiguo y no pueden ir al centro, no pasa nada, porque tendrán una labor mucho más importante: pagar más impuestos verdes y circular en patinete.

Aunque lo disfracen de sostenibilidad, la realidad es que el fanatismo climático es una ruina para quienes menos recursos tienen, pues serán ellos quienes no puedan disfrutar de un coche como hicieron sus padres y abuelos.

Si la normalización de la ruina avanza se debe, entre otras cosas, por el formidable apoyo mediático que le brindan las principales radios, televisiones y periódicos convertidos en trincheras del activismo climático. La periodista de la cadena SER, Angels Barceló, pidió hace un año apartar del debate público a quien rebata las tesis oficiales. «El cambio climático nos está matando. Y si hay alguien que no lo quiere ver y niega la evidencia, debería estar excluido de la conversación y del debate público«.

Barceló, altavoz de todas las consignas del poder, advierte de que llevamos un estilo de vida equivocado. Son las tesis que sostienen que el obrero de Fuenlabrada es culpable, que su forma de vida es errónea, que no debe comer carne, ni usar el coche, ni tener hijos, ni poner la calefacción. «Debemos modificar muchos de nuestros hábitos, las cosas no pueden ser como antes, ni se puede dar altavoz a quienes lo niegan. Nos va la vida en ello».

Lo importante, en cualquier caso, es mantener siempre una emergencia latente para culpar al ciudadano, al que se bombardea para convencer de que sus problemas reales no lo son, sino los que diga la prensa. No hay emergencia energética aunque la factura de la luz, el gas y la gasolina se hayan duplicado. No hay emergencia alimentaria aunque la cesta de la compra esté cada vez al alcance de menos familias, ni hay emergencia económica aunque la inflación siga subiendo. La única emergencia es la climática y es culpa nuestra.

La solución, ya lo dice Eldiario.es, es emprender la «revolución del empobrecimiento». Pero no sabemos si, como dicen en Davos, dejar de tener hijos o prohibir los coches de combustión nos ayudarán a salvar el planeta. Lo que sí sabemos ya es que sin ellos seremos más pobres e infelices.

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