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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

De Trump, Washington y Charlottesville

El activismo callejero es una táctica de la izquierda, válida para la izquierda, y cuando la usa la derecha pierde siempre.

En la improvisada rueda de prensa de este martes de Donald Trump, el presidente hizo algo de un mérito grandioso: dejó claro dónde estamos todos. Por ejemplo, la reacción universal de los medios dejó patente que condenar la violencia «venga de donde venga», que hasta hace poco era un recurso habitual de la izquierda, ya no vale, que hay violencias perfectamente legítimas.

También tuvo mérito, en defensa del patrimonio monumental del Sur, que dijera que si la cuestión es deshacerse de todo lo que tenga que ver con la esclavitud, también habría que echar abajo las estatuas de George Washington y Thomas Jefferson, que tenían esclavos.

El rasgado de vestiduras se oyó desde aquí. ¡Comparar a los Fundadores, a los Padres de la Patria, con ‘traidores’ como Lee! Solo a Trump se le podía ocurrir semejante dislate.

Solo que no. Exactamente hace dos años, Richard Gunderman se preguntaba en la prestigiosa Newsweek si no sería conveniente cambiarle el nombre a la capital del país, precisamente porque, lo han adivinado, «Washington tuvo esclavos».

Y todo esto porque Trump cometió el error de ceder a la presión de los medios y condenar la violencia en Charlottesville. Error, no porque tal violencia no fuera condenable, sino porque era un modo de hacerse responsable de la misma. Obama nunca tuvo que condenar a Black Lives Matter, ni la prensa se lo pidió jamás.

De hecho, a los medios les pareció demasiado vaga la primera declaración de Trump, porque condenaba la violencia en general. Así que se cambió para condenar específica e inequivocamente a los racistas de Charlottesville. A lo que los medios respondieron diciendo que lo hacía forzado, bajo presión, como cuando tu mujer te pregunta si la quieres. Nada de lo que haga Trump va a parecer bien a los medios, con la excepción parcial y ocasional de cuando bombardea algún país remoto que el americano medio no encontraría en un mapa aunque le fuera la vida en ello.

Y, sí, Charlottesville fue un desastre de principio a fin.

El activismo callejero es una táctica de la izquierda, válida para la izquierda, y cuando la usa la derecha pierde siempre.

La revuelta, para que tenga la influencia deseada en el proceso político, debe haber ganado a parte, al menos, de la élite antes de empezar, es decir, debe reflejar y afianzar una victoria previa entre quienes dominan la cultura.

Si no cuentas con simpatías en, al menos, algunos medios de peso; si no te apoya, al menos, parte de esa gente conocida hacia la que todos se vuelven para saber qué hay que pensar de las cosas -actores, escritores, catedráticos, periodistas, ‘pensadores’: los agentes del discurso-, entonces salir a la calle tendrá el efecto exactamente contrario al pretendido, siempre.

Parte de esa masa confusa a la que la victoria de Trump ha dado alas, la ‘derecha alternativa’, celebró, como ya sabe el planeta entero, una marcha en Charlottesville, Virginia, para protestar contra la destrucción de una estatua del general confederado Robert Lee, y la cosa acabó como el rosario de la aurora, con muertos incluidos.

Todo salió horriblemente mal, en parte gracias a la inestimable colaboración del gobernador de Virginia, que dio órdenes a la policía para que no interviniese en la batalla campal que los manifestantes tuvieron pronto con los contramanifestantes, que para eso estaban ahí. La policía, además, obligó a los manifestantes a abandonar la zona designada de la protesta y a enfrentarse con los ‘antifa’, que solo la mitología mediática puede presentar como un grupo pacífico de defensa de los derechos humanos. Internet está trufado de vídeos con sus actuaciones: sírvase usted mismo.

Apareció, además, una bandera nazi. Quizá hubiera más, no lo sé, porque en todas las fotos que he visto aparece la misma, enarbolada por un tipo con polo verde y pantalones kakhi. En la rígida interpretación del sistema americano, eso debería dar igual: es legal. En la realidad, es demencialmente estúpido, es como llevar una pancarta que ponga bien claro «SOMOS LOS MALOS». No se me ocurre nada más universalmente odiado, nada más perfectamente calculado para enajenarte las simpatías de la abrumadora mayoría de la gente que una esvástica.

Y en plena debacle, un tipo con claras simpatías nazis arremete con su coche en pleno barullo y mata a una niña. En este caso, no es el coche el que mata, aquí no caben subterfugios, como no cabe plantearse que fuera un loco, no: era un nazi matando gente.

Los trumpistas en general y la derecha alternativa en particular tienen mucho que hacer antes de resultar mínimamente efectivos. Primer punto: fuera nazis. No es divertido, no es ‘irónico’: es completamente idiota. Ya, ya sé que los medios van a seguir llamándoles nazis aunque organicen una gigantesca hoguera de símbología supremacista. Pero no se trata de los medios, sino de lo que quiere ser la derecha alternativa en la vida política.

Lo segundo ya lo hemos dicho: dejen las calles. No es lo suyo. No importa lo que digan las películas como ‘V de Vendetta’ o ‘Los Miserables’: en la calle no se gana absolutamente nada que no se haya ganado antes en la opinión que cuenta. El activismo callejero, como dice Mark Yuray en Social Matter, no es un medio para alcanzar la victoria, sino la danza de la victoria de los que ya han vencido.

 

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