Quizá lo más obvio que pueda decirse tras la muerte de Jean Marie Le Pen a los 96 años el pasado siete de enero, aniversario del atentado contra el semanario satírico Charlie Hebdo, es que fue un digno descendiente del pueblo franco: un hombre libre. El auténtico ácrata fue Le Pen. Blasfemó contra casi todo lo que el siglo de 1945, como hubiera dicho Dominique Venner, considera sagrado. No hubo dogma de nuestro tiempo que se le resistiera para escándalo de aquéllos a los que llamó «tartufos de la República». Por ello se convirtió o, más bien, le convirtieron en réprobo. Fue objeto de ostracismo, burla, difamación mediática y persecución judicial. También de atentado terrorista. La madrugada del dos de noviembre de 1976, un comando de extrema izquierda colocó un artefacto explosivo frente al domicilio familiar. La bomba causó importantes daños y varios heridos, aunque no graves, en el piso vecino. Su primera mujer, Pierrette, declararía tiempo más tarde que lo primero que hizo el patriarca tras el ataque fue ir al salón para comprobar si el televisor seguía en pie. Nadie es perfecto y el menhir, como se le apodaba cariñosamente, no iba a ser una excepción.
Le Pen gustaba de provocar, sin duda. Él mismo se reconocía como un «toca pelotas» (sic), pero sus arremetidas no estaban fundadas en el placer aristocrático de hacerse enemigos o en el simplismo escatológico de Charlie. Lo estaban en la defensa, no sólo de una idea de Francia indisimuladamente maurrasiana, sino de ser francés. El tipo tenía eso que más allá de los Pirineos llaman gouaille, una especie de insolencia popular llena de coletillas cultas y en desuso —ma foi!— que, unida a su franqueza gabacha, su dominio del calambur, su pensamiento articulado y su vasta cultura, porque es justo reconocérsela, hacían de él un adversario temible. Era un tribuno de esos que suele dar la derecha nacional, cuya elocuencia fue alabada por actores de la talla de Fabrice Luchini, quizá uno de los mejores del Hexágono, calidad que le permitía pasarse la doxa reinante sobre Le Pen por el arco del triunfo. El propio Jacques Chirac se negó a debatir con él antes de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del año 2002. ¿Para qué arriesgarse si la reductio ad hitlerum haría un trabajo mucho más eficaz? Solamente el empresario Bernard Tapie, experto en pelotazos, breve ministro mitterrandiano y luego mandamás en el Olympique de Marsella, fue capaz de hacerle frente con algo de aplomo.
Con todo, el presidente del Frente Nacional no sólo dominaba el arte de la retórica. También era el «homófobo» al que acogían con los brazos abiertos en el restaurante-cabaret Michou de Montmartre y que no tuvo problema en que Florian Philippot fuera vicepresidente del partido; el «racista» al que votaba una extensa comunidad de magrebíes y el «nazi» que jamás participó en la colaboración, antes bien arriesgó su vida escondiendo armas de los registros del ejército ocupante.
Nos indignamos contra ciertos regímenes autoritarios, seguramente con razón, pero en la Francia de principios del milenio, momento en el que el Frente Nacional llega por primera vez en su historia a acariciar el poder, votar por el menhir debía quedar en el secreto más absoluto. Sobre todo si uno era estudiante. Tal circunstancia, unida a «los golpes bajos, las injusticias de un sistema que ha desarrollado desde hace 30 años sofisticados mecanismos y perfidias para penalizarnos», como expuso en el conocido discurso de Valmy de septiembre de 2006, era «el honor, la dignidad y el orgullo» de los militantes y electores.
Le Pen no sólo fue el «paraca» que combatió en Indochina y Argelia. También tuvo que luchar durante casi cuarenta años en su propia tierra, aunque obviamente con otras armas. Su calidad de combatiente le ha sido reconocida post mortem por François Bayrou, toda una muestra de grandeza del centrista. ¿Pero cómo si no podría definirse a alguien que, con todo en contra, llevó una agrupación política que poco después de su fundación no recogía ni un 0,6% de los sufragios a ser uno de los partidos señeros en Francia? El proyecto del Frente Nacional ha sido una de las aventuras políticas más interesantes de las últimas décadas. Sin embargo, Le Pen pasará a la posteridad no como lo que realmente fue, un hombre libre, corajudo, visionario de cómo el fenómeno migratorio afectaría a los franceses (ya en el año 72 exigía su «control estricto»), luchador y de fundamentos políticos más complejos de lo que se le suele suponer, sino como un «populista de extrema derecha». Y eso en el mejor de los casos.
El presidente del Frente Nacional pertenecía, efectivamente, según la clasificación de René Rémond, a la derecha bonapartista con un ligero ramalazo táctico legitimista. El ramalazo desapareció para siempre en 2006 y sólo quedó el bonapartismo, ese populismo que, en el caso francés, ha dado especímenes políticos tan democráticamente aceptados como De Gaulle. El general y el menhir pertenecen a la misma corriente de la derecha gala, pero el último nunca simpatizó con el primero. El fusilamiento del intelectual colaboracionista Robert Brasillach y el tratamiento dado a Pétain, hechos que el presidente del FN siempre consideró injustos, y sus razones históricas tenía, están en el origen de la animadversión. Esto cambiará con el llamado «giro nacional-republicano» de Valmy, estrategia en la que participaría el rojipardo Alain Soral (inspirador del término «fachosfera») y donde Le Pen asumirá todo: Vercingetórix, San Luis y De Gaulle; Gergovia, la monarquía de los Capetos y la Resistencia.
Aun así, otra vez volverá alguno a contarnos los sulfurosos orígenes del partido. Pero la realidad es que fue evolucionando y no puede decirse que la obra de su presidente tuviera el mismo aspecto año tras año. El Frente Nacional de François Duprat no es el mismo que verá en su comité de dirección al profesor Bruno Gollnisch, al enarca liberal Jean-Yves Le Gallou o al también enarca proveniente de la izquierda, Florian Philippot. El FN de 1972 no es el de 1994, y mucho menos el social-patriota del «giro nacional-republicano» de 2006. En 2017 ya no quedará ni Jean Marie Le Pen como presidente de honor del partido.
El número del confidencial Faits et documents dedicado a Le Pen abre con sus declaraciones al diario Le Parisien en marzo de 2012: «La primera industria que hay que crear en Francia es una fábrica de cojones». Entrevistado años más tarde por Le Figaro dijo que sería enterrado en el panteón familiar de Trinité-Sur-Mer y que sobre el lugar de su descanso eterno sólo quería una placa con su nombre, sin apellidos: «Jean Marie, como José Antonio».
Paix à son âme.