(Ring… Ring…)
Emergencias Osakidetza, buenos días, ¿qué desea?
¡Por favor, necesitamos una ambulancia urgentemente. Mi hija está entrando en estado de shock!
Muy bien señora. Dígame dónde se encuentra.
Le llamo desde la Puebla de Arganzón. Mi pequeña tiene tres añitos y está muy grave.
¿Cómo se llama su hija?
Anne. Anne Ganuza.
Muy bien. Espere un segundito por favor. No se retire.
(Hilo musical. Cuarenta y dos interminables segundos.)
Perdone Sra. de Ganuza pero me temo que no le podemos enviar una ambulancia, ese servicio corresponde al sistema de salud de Castilla y León. ¿Quiere que le facilite el número de urgencias de Miranda de Ebro?
Pero ¿qué me está diciendo? Mi hija lleva desde hace tres días con fiebres altas, malísima cara y casi sin respirar. Y desde hace unas horas ha empeorado. ¡¿Cómo no me pueden traer una ambulancia?!.
Tranquilícese, Sra. De Ganuza. Lo siento pero nosotros no estamos autorizados a enviarle una ambulancia ya que su hija no pertenece al País Vasco. Lo que sí podemos hacer es que mientras llaman a urgencias de Castilla y León, explicarle qué puede hacer para atender los síntomas de su hija. ¿Le parece?
No quiero que me explique nada señor. Lo que quiero es una ambulancia. Ustedes son el servicio de salud más cercano a nuestra casa. Si hace falta pagamos nosotros el coste, pero sálvenle la vida, por favor…
No es una cuestión de coste, señora. Administrativamente no puedo enviarle una ambulancia. Lo siento de veras. ¿Quiere el número de urgencias de Miranda de Ebro?
(Fin de la conversación)
Lo que acaban de leer podría asemejarse a la agónica llamada de auxilio que la madre de la pequeña Anne realizó la madrugada del pasado lunes al 112. Tanto da dónde vivía la menor, en qué pueblo residía o el idioma en el que su familia reza el padrenuestro. La ambulancia le fue denegada. En balde fueron los esfuerzos del padre por llevar a su hija en su propio coche y derrapando a la puerta del hospital. No sirvió de nada. El hálito de Anne se apagó. No aguantó más de una hora en el centro médico.
El pasado miércoles fui incapaz de celebrar el día del padre. Y eso que este año me hacía especial ilusión ya que mi hijo cada vez es más consciente de las cosas. Y es que estaba consternado. Mis allegados dicen que tengo un problema : tiendo a empatizar en demasía con el sufrimiento ajeno. Sensiblón me llamarán algunos. Puede ser. Lo cierto es que el fallecimiento de la pequeña Anne me dejó conmocionado. Sólo se llevaba año y medio con mi hijo. Si yo sentí rabia, dolor, impotencia, indignación, como para celebrar el 19 de marzo… no quiero ni imaginarme lo que sintió (y a buen seguro siguen sintiendo) la familia Ganuza.
El otro día un íntimo amigo ante la típica pregunta de “qué tres deseos pedirías si tuvieras la ocasión” contestó al primero de ellos y sin dudarlo: “no sobrevivir a mis hijos”. Me dejó pensativo. ¡Cuánta razón tenía! Me cuesta imaginar el dolor que supone perder a un hijo; sea por el motivo que sea. Intuyo que será difícilmente superable. Pero lo que no puedo concebir es que un hijo fallezca en los brazos de su padre por una negligencia administrativa. Eso, en la España moderna de hoy, es inadmisible.
Cuesta aceptar que por disputas políticas, por reivindicaciones históricas o por objetivos presupuestarios se haya truncado la vida de una niña de tres años de edad que padecía una simple varicela. Por unos fatídicos instantes hemos vuelto a las dos Españas, a la Sudáfrica del apartheid o a la Alabama de los años 50.
Y es que causa perplejidad que en nuestro país se pueda mercadear con algo tan básico como es la sanidad. No es admisible que el derecho de auxilio de todo español se vea pisoteado por peleas administrativas o por haber nacido en Don Benito, Benalmádena o Sigüenza. El fallecimiento de Anne demuestra que no todos los españoles somos iguales ni tenemos los mismos derechos. Y eso tiene que cambiar.
Adiós querida Anne; como dijo Benedetti: tu muerte es sólo un síntoma de que hubo vida.