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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

12 de octubre: simbología y realismo

15 de octubre de 2013

“La Soberanía es una, indivisible, inalienable e imprescriptible. Pertenece a la Nación; ninguna sección del pueblo ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio” (Artículo 1º de la Constitución de Francia de 3 de septiembre de 1791).

“La Soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales” (Artículo 3º de la Constitución Española de 19 de Marzo de 1812).

En un viaje que disfruté con mi familia a París, hace ya unos años, lo primero que me impresionó no fue ni sus monumentos históricos ni la belleza de la que, posiblemente, sea una de las ciudades con más encanto del mundo. No. Lo primero que me atrajo fue el detalle de cómo en esta ciudad emblemática casi todos los edificios, oficiales o no, tenían puestos en sus ventanas, de forma ostensible y llamativa, banderas de Francia, con exclusividad, sin otras enseñas regionales, comarcales o locales, con la única excepción, en determinados lugares públicos, de la bandera de la Unión Europea.

En este sentido, cada vez que llega el 12 de octubre me viene a la memoria las imágenes de París. Un país, una Nación, que no se reconozca en sus símbolos nacionales, está condenada, más pronto que tarde, a perder su identidad y su propia existencia como Estado. Podrán cambiar los regímenes políticos, mudar las constituciones, alternar los partidos políticos en el Gobierno, pero nunca puede tocarse ni alterarse el valor supremo de los símbolos porque, a la postre, con ellos se recoge la tradición cultural y la vida colectiva de los pueblos.

El pasado 12 de octubre se conmemoró la Fiesta Nacional. No se trata de una fecha más del calendario, ni un evento puntual o anecdótico. La definición de lo español se fundamenta en sus raíces, en la cultura, en un sentimiento nacional que reúnen valores y principios que han forjado las mimbres de una cesta común y que nos hace ser algo diferente en el seno de la Sociedad de las Naciones libres de este planeta. Si perdemos nuestra identidad, lo perdemos todo, así de sencillo.

Sin embargo, este 12 de octubre no fue uno más, porque la triste realidad es que, en ningún otro momento histórico de España, el peligro a la desintegración nacional ha sido más inminente y peligroso. Ni siquiera en los funestos años de la Segunda República y Guerra Civil el riesgo a la destrucción de la Nación fue tan extremo, porque, en resumidas cuentas, no se discutía tanto un concepto de Nación sino de ideología, en el contexto de la crisis global de las democracias en la Europa de entreguerras, de la que, desgraciadamente, España fue un exponente más. Pero en la actualidad, lo que se está ventilando en el suelo patrio es una realidad bien distinta, no bélica, afortunadamente, pero más letal: el comienzo de un proceso cuasi irreversible de desintegración de un Estado Nacional, el más antiguo de Europa.

Se podrá discutir si mi análisis es exagerado, catastrofista o desproporcionado. Entiendo las críticas y las acepto, como no podría ser menos en el libre uso de la libertad de expresión. Pero, ante este debate, la pregunta es si la Nación española, cuya Fiesta se conmemoró el sábado pasado, está suficientemente garantizada y protegida. Porque, a la postre, una Constitución necesita ser auxiliada para conservar su vigencia y autenticidad, a no ser que la dejemos fenecer como un mero texto con letras muertas. El artículo 2º de la Constitución vigente, de 1978, recoge lo que es, sin duda alguna, la piedra angular de nuestro sistema democrático pero, a la vez, de nuestra identidad como país: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” y, como Nación, sólo en la medida de su férrea e incombustible composición, se puede sostener y fundamentar el texto constitucional y el resto del ordenamiento jurídico.

No hay nada más patriótico y ejemplar que la defensa de los valores primarios que nos hace ser únicos y diferentes del resto de los hombres y mujeres, el hecho incuestionable de que pertenecemos a un mismo pueblo, independientemente del idioma en que hablemos o de la zona en donde hayamos nacido o residamos. Es en esto y no en cualquier otra cuestión donde reside la esencia de la Nación española que, como bien recogieron los revolucionarios franceses en su primera constitución histórica, es “una, indivisible, inalienable e imprescriptible”. Hagamos un esfuerzo de reivindicación nacional, tanto individual como colectivo.

*Julio José Elías Baturones es doctor en Derecho y profesor asociado de Derecho Procesal y Penal en la Universidad de Sevilla.

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