«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

36 años: lo que pudo ser y no ha sido

6 de diciembre de 2014

Tiene excepcionales méritos la Constitución de 1978. Por ejemplo. Fue fruto unánime de la voluntad de la nación española de dejar atrás, definitivamente, no sólo un régimen autoritario no democrático, el del General Franco, sino también las convulsiones, discordias e inestabilidad de nuestra historia constitucionalista, desde la Pepa de 1812 hasta la de la II Republica. El pueblo español no quería las dos Españas, aquellas en las que cada una hiela el corazón de la otra. Y el pueblo español quería que esta revolución se hiciera de modo pacífico, empleando el Derecho y el consenso, en vez de la violencia y sus paredones, las exclusiones, purgas y los exilios.  En razón de esa vía -el cambio en paz y consenso-, fuimos la sorpresa, la admiración y el ejemplo del mundo. Se le llamó el Espíritu de la Transición. Gracias a ello, la Constitución vigente abrió el período de convivencia democrática y de crecimiento económico- social más dilatado del que hemos disfrutado en nuestra historia. 

Uno de sus méritos mayores –no el más conocido- fue ofrecer un proyecto moderno e ilusionante de Nación y de Sociedad a los españoles. Se llamó sociedad democrática avanzada en un Estado social de Derecho, inspirado en realizar los valores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo. No se trataba, por así decirlo, de recuperar Flandes o las Américas, ni de embarcarnos en ninguna Cruzada.  Consistía en un programa de valores democráticos avanzados y de configurarnos como una sociedad que los vive de modo expreso y comprometido ante sí misma y ante el mundo. Nos lo creímos, necesitábamos creérnoslo. Por si tienen dudas, les recomiendo leer el Preámbulo. El proyecto que nos proponíamos ser en el 78 tenía los siguientes cinco pilares: 

(1)“Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo. (2)Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular. (3)Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones. (4)Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida. (5)Establecer una sociedad democrática avanzada, y colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz colaboración entre todos los pueblos de la Tierra”.

Cuando se cumple el 36 aniversario, la sociedad española vive momentos muy graves de decepción, divorcio e indignación hacia sus dirigentes, no sólo la clase política, también contra la oligarquía económica. ¿Qué queda de aquellos cinco objetivos, que tanto ilusionaron en el 78, que nos prestigiaron ante el mundo, que respondían al alma popular, a nuestra necesidad de reincorporarnos entre las naciones con una identidad digna  e integradora? ¿Quienes los han traicionado? ¿Quiénes son los responsables del enorme vacío de proyecto nacional que padece España, tan ostensible a la hora de explicar en Cataluña y el País Vasco  -por ahora- quienes y qué somos juntos, como españoles,  y por qué mejor unidos, entre nosotros y ante este mundo globalizado, que separados? 

Repasen cada punto del proyecto del 78, y verán como acuden a su memoria los desgraciados hechos y actuaciones desleales, durante estos 36 años, con los que los dirigentes han ido corrompiendo y traicionando la voluntad popular y constitucional del 78. Los menores pero muy significativos como, por ejemplo, las vergüenzas y ataques a los signos nacionales, las despreciativas ausencias en las conmemoraciones, los eufemismos para evitar la mención de España… ¿Para que seguir? Y entre los mayores, la corrupción del Estado de Derecho y su separación de poderes, la colonización depredadora de las Instituciones sociales –desde los órganos de control y entidades financieras, hasta la Universidad y las empresas-, la corrupción y saqueo de las arcas públicas y privadas, la politización separatista de nuestras lenguas, la cultura del enriquecimiento a toda costa, entre otros, al precio del empobrecimiento de las gentes y del desempleo. ¿Para que seguir…?

Y ahora, estos dirigentes me cuentan que la nueva pócima milagrosa, la que en un plis plás nos curará de todos los males, que la misma casta nos ha infringido, es una nueva Constitución. Y, como me acuerdo de lo que han hecho con la del 78, me quedo más perplejo y tonto que Abundio. Para no ser mal interpretado, digo: no estoy en contra de la reforma de la actual, al contrario, creo que sería bueno. Pero ¿dónde está el consenso necesario para ello, si los políticos actuales no saben más que pelearse por cualquier minucia? Y, sobre todo; ¿cuál es el nuevo proyecto nacional? ¿Es que lo hay? ¿De verdad, son capaces de diseñar uno que valga la pena? No es que lo dude, es que no lo veo por ninguna parte.  No es la letra de la ley –una nueva-, es el espíritu con que se la interpreta, respeta y cumple.  Y ¿qué espíritu tiene esa casta que padecemos, incluida la pícara que pretende representar nuestra indignación? ¿Conoce mi lector algún político capaz de ser padre constituyente? ¿Padre de qué, en concreto y con valor, que no sea la palabrería que usan para sus trifulcas?

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