«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

A la Constitución le cabe un futbolín

3 de junio de 2025

El protestante de derechas quiere revolución, pero quizás tenemos una idea poco aproximada de lo que significa. Las que consiguieron algo, siglos ha, no tenían enfrente, para empezar, el Orden Público napoleónico. Tampoco había Instagram, ni terracitas. Lo que hemos visto por las Noticias del extranjero eran, las más de las veces, revoluciones de colores.

O sea, que o nos revolucionan desde fuera o mal está la cosa. En realidad, vivimos ya revolucionados en una doble y continua revolución tecnológica y legal.

El Estado, que tiene la potestad legislativa, tiene el Derecho, y confundidos uno y otro, produce sucesivos giros de Progreso.  

Es como salir de dentro de una lavadora que se está centrifugando para pararla y poner el programa de ropa delicada.

La consoladora idea de que el Estado de Derecho europeo tiene límites firmes capaces de controlar esa potestad legislativa es una fantasía que mantienen más los revolucionados que los revolucionarios.

Lo decía Engels:

«La ironía de la historia universal lo pone todo patas arriba. Nosotros los «revolucionarios», los «elementos subversivos», prosperamos mucho más con los medios legales que con los
medios ilegales y la subversión».  

El Estado de Derecho que nos hace Libres e Iguales y nos define como europeos, y por europeos, españoles, (como una tercera derivada ya) tiene en lo alto de su pirámide la Constitución y, sobre ella, como Batman que la protege, el Tribunal Constitucional (TC).

Y llegamos al día en que el TC pone el huevo y la ponencia no encuentra objeciones serias a la Ley de Amnistía.

Ya no hacen falta militares a caballo, basta con jueces, pronto sólo juristas de reconocido prestigio.

La palabra clave empieza a ser prestigio. Soberano es un poco también el que reconoce los prestigios.

La Constitución por la que se moría en el País Vasco, y por la que morir en Zaporiyia, resulta que no vale nada. Nunca valió gran cosa. Una Carta Otorgada cuya legitimidad, que era bien poquita, se fue debilitando por haber deslegitimado a quien la otorgó. Seca la fuente, y gastados sus términos por años de erosión (pistolas, partidos, cultura, universidad, prensa e Iglesia), el órgano que defiende su virtud se convierte en proxeneta y como diría un castizo, a esta Constitución le cabe un futbolín.

Tiene el TC, como Sánchez o Ábalos, un rasgo de humor que al menos nos consuela. La ley de amnistía se rechazaba por inconstitucional y esa inconstitucionalidad se derivaba de su intención política.

Pues el TC, que es tan político como la amnistía, sastre que le hace los trajes al Consenso a medida que se desfigura, rechaza el argumento porque «las intenciones del legislador no son objeto de nuestro control».

Esas críticas eran expresión de otra derrota: la misma constitucionalidad era indefendible, un cierto entendimiento de la Constitución también se había entregado.

Ahora el TC, pactado por PP y PSOE, es llave de la mutación constitucional hacia la plurinación. No es sólo apaño de criminales; también orienta las cosas en una dirección. La Amnistía es útil a muchos porque lava las vergüenzas del Estado Autonómico y permite seguir como si nada hubiera pasado.  

La existencia de un TC, herencia de una posguerra europea que no quiere terminar nunca, resulta cuestionable, pero en España además es suicida. En Alemania se pensó para restringir el acceso, aquí mete dentro a los enemigos.

En nuestra eterna reductio ad hitlerum, se lee a menudo la acusación de Chamberlain, pero pocas veces la de Hindenburg. Como si a la gente solo le preocupara que tomen Polonia (incluso si la toman los polacos).

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