El Partido Popular se debate desde hace tiempo en una trampa que se ha puesto a sí mismo. Si una determinada legislación sobre el aborto destinada a proteger la vida humana en gestación y a buscar un equilibrio entre el derecho de la mujer embarazada a ser o no madre a su elección y el derecho del ser humano que lleva en su seno a nacer, forma parte de la doctrina de esa formación y de su programa electoral, nada tan sencillo como ser consecuente con ello. Una vez conseguido el poder con mayoría absoluta, se presenta y se aprueba la correspondiente normativa que modifique en este sentido la actualmente vigente. Además, de manera coherente se complementa esta iniciativa con políticas públicas en los terrenos de la educación, del bienestar social y de la salud que tengan como objetivo hacer que el número de abortos disminuya todo lo posible. Se supone, por otra parte, que si la ley Aído fue recurrida en su día por el Grupo Parlamentario Popular, a nadie le hubiera extrañado que, una vez en el Gobierno, pusiese en marcha las medidas legislativas, presupuestarias y administrativas que materializasen sus convicciones en este asunto. Los socialistas, defensores de una visión basada en los postulados del feminismo radical, es decir, libertad de abortar dentro de un amplio plazo cubierta por la Seguridad Social, no se anduvieron con remilgos cuando Zapatero habitaba en La Moncloa. Actuaron de acuerdo con su ideología sin que les preocupara lo más mínimo la consecución o no de un consenso ni las creencias de los millones de españoles que consideran que la vida humana es un bien absoluto que debe prevalecer sobre cualquier otra consideración. Por consiguiente, las vacilaciones, las divisiones internas y los amagos frustrados, con dimisión ministerial incluida, no se entienden si se aplica al problema la lógica más elemental. Una cosa se cree o no se cree, se defiende o no se defiende, pero el psicodrama colectivo que tienen montado al respecto en la calle Génova 13 resulta de lo más patético.
Una fuerza política no viene obligada a incluir un tema concreto en su agenda electoral y en su proyecto social. Puede perfectamente declararlo de conciencia individual y dejar libertad de voto a sus representantes. Si se es consciente de que no existe unanimidad en torno a una cuestión moralmente tan sensible y no se desea imponer una posición oficial al conjunto de los diputados, pues se dice tranquilamente y se excluye del acervo programático. Lo que no parece ni inteligente ni estético es sustentar un criterio en la oposición, hacerse el olvidadizo durante dos tercios de la legislatura cuando se gobierna, de repente poner el proceso en marcha y a continuación retroceder vergonzantemente para seguidamente aplicar una parte muy específica y accesoria de lo que se prometió. Si hay una forma de proceder que garantice la insatisfacción de todo el mundo, esa es la que ha elegido el PP. La moderación no consiste en el desconocimiento de lo que uno es y de lo que uno tiene como correcto para bailar al son de la encuesta y de la coyuntura. La firmeza argumentada, sobre todo si viene apoyada por una rotunda victoria en las urnas, es lo que genera respeto en los propios y en los contrarios. El espectáculo lamentable ofrecido por el PP en su negación de sí mismo hasta convertirse en un celaje vaporoso de indefiniciones le arrastra hacia el batacazo tremendo que le aguarda en las municipales, las catalanas y las generales. Por mucho que, Draghi mediante, haya bajado la prima de riesgo.