El arranque del presente mes de abril ha dejado, entre otras muchas iniciativas políticas, la presentación de una serie de mociones municipales en las cuales se impulsa la conmemoración del V centenario de la revuelta de los comuneros. A la vigilia comunera que se celebrará en Villalar, se unirán otras ceremonias que tratan de mantener la conexión entre lo ocurrido en diversos enclaves castellanos hace medio milenio y algunas corrientes, más o menos definidas, de la izquierda política. Entre otros lugares en los que se realizarán homenajes, figura la Junta Municipal de Distrito de Puente de Vallecas, donde el PSOE ha registrado una proposición para recordar el alzamiento y posterior derrota de Juan de Zapata, Pedro de Lasso y Juan Cachorro, comuneros capitalinos cuyos ideales, dicen, «perdurarían incluso tras la derrota ejercida por el monarca Carlos V en las calles de nuestro distrito». De este modo, el partido fundado por Pablo Iglesias Posse, no confundir con el Pablo Iglesias Turrión recientemente revallecanizado, trata de presentarse como el continuador de una ideología ajustada para la causa. Nada nuevo bajo el maniqueo sol que ilumina desde hace dos siglos el panorama político, machadianamente cardiohelador, dividido en dos imprecisos bloques políticos, pero también sociológicos: izquierda y derecha.
En tan confuso contexto político, la revuelta comunera ha sido frecuentemente instrumentalizada en herméticos círculos, pero también en ambientes populares. Al cabo, la palabra «comunero», a pesar de que en su tiempo estuviera vinculada a fórmulas tomistas como «pro comund de todos», se asemeja a «comunista», facilitando, al menos de manera acústica, una identificación entre lo acaecido hace quinientas primaveras y la actual, precedida por los amoratados fastos del 8 de marzo. Y es que, además de las semejanza auditivas mentadas, la rebelión de las Comunidades de Castilla tiene un dimensión cromática que enlaza con otro de los cada vez más reclamados anhelos de gran parte del espectro político patrio: la restauración, eliminadas determinadas aristas -lo cual, por otro lado, negaría tal restauración- de la II República, periodo mitificado hasta extremos indecibles.
Es precisamente este impulso republicano, explícito en Unidas Podemos, reprimido en el pragmático PSOE, que ya contó con un Presidente del Gobierno capaz de manifestar que España tenía, en referencia a Juan Carlos I, un rey bastante republicano, el que nos permite recordar a uno de los primeros colectivos que quiso recuperar el pulso comunero. Se trata de la Sociedad de los Caballeros Comuneros, que adoptó el color morado tan caro para nuestras izquierdas. Los hijos de Padilla, que con ese nombre también fueron conocidos, fue una organización fundada en Madrid en 1821, es decir, durante el Trienio Liberal. Entre sus miembros más destacados, estuvieron Rafael del Riego y Juan Martín El Empecinado, organizador de actos conmemorativos del tercer centenario de la revuelta comunera que sirvieron para establecer interesados paralelismos. Algo más de un siglo después, el 28 de abril de 1931, el presidente del gobierno provisional de la República española, Niceto Alcalá Zamora, firmó el decreto mediante el cual la bandera de España incorporaba el morado en su nueva estructura tricolor, representando, como si en las anteriores enseñas no lo hubiera estado, a Castilla.
Mitificados dentro de semejante contexto, los comuneros son comúnmente tenidos como defensores de unas libertades populares aplastadas por el absolutista emperador Carlos, simplificación con la que se encubren realidades más crudas, pues aquellos hechos, encabezados por los Bravo, Padilla y Maldonado que inmortalizaron los pinceles de Antonio Gisbert, produjeron efectos diametralmente opuestos a los objetivos programáticos de sus hoy defensores. El principal de todos ellos fue el distanciamiento que se dio respecto a ciertas cuestiones europeas, por parte de Carlos V, quien abdicó el título de emperador y dio instrucciones a su hijo para que este fortaleciera instituciones españolas como la Inquisición, a la que recomendó favorecer en todo.
La revuelta comunera fue no sólo patriótica, por su defensa de España como nación histórica frente a «europeístas» intereses borgoñones, sino también absolutamente monárquica
No cabe, en cualquier caso, presentar aquellos acontecimientos como una revolución protagonizada por las clases populares, y ello no solo porque estuvieran dirigidos por nobles e hidalgos que, literalmente, perdieron la cabeza en el empeño, sino porque su resolución no modificó un ápice las estructuras propias del Antiguo Régimen en las que se produjo. Estructuras preliberales que se mantuvieron intactas durante siglos, y en las cuales no hubo cabida para insertar afirmaciones como la que podemos leer en la moción socialista:
Este proceso transformador propio de las revoluciones liberales que hoy forman parte de nuestra tradición política, que sacudió la geografía castellana y que giró en torno a los valores que emanaban de las referidas disposiciones legislativas. De la misma manera la idea de lo común pretendiendo apostar por una economía productiva al servicio de la comunidad frente a una economía especulativa, por la soberanía popular y una democratización que se condensaba en el lema comunero de: ¨Nadie es más que nadie¨.
Ante semejante empleo de aquellos hechos históricos solo cabe recordar al amoratado partido de la rosa, que la revuelta comunera fue no sólo patriótica, por su defensa de España como nación histórica frente a «europeístas» intereses borgoñones, sino también absolutamente monárquica.