La primera vez que uno pica con una serie viral es culpa del algoritmo. Cuando ocurre por segunda vez, ya es vicio. Me pasó con Los Años Nuevos. Una decena de parsimoniosos capítulos y cantautores insufribles para acabar concluyendo que las vidas de Óscar y Ana eran el plátano pegado en la pared de Cattelan. La semana pasada reincidí con Adolescencia. Es corta, me dije. No va a doler. «No es woke», aseguraban en el internet.
Los tuiteros-Boyeros hablan maravillas de la utilización de la técnica del plano secuencia y los articulistas-Pumares están encandilados con la actuación del niño (¡era su primer papel!), con la del padre (¡brutal!¡la interpretación del año!), y con los detalles que no vimos, pero que son genialidades. Las psicólogas aprovechan para subir vídeos a destajo explicándonos los entresijos de la mente y del comportamiento, y, en fin, todo esto me parece bien. Como yo no soy Boyero ni Pumares ni cinéfila ni psicóloga, no tengo nada que decir al respecto.
El problema con la serie protagonizada por Stephen Graham y Taylor Bolland es que huele ligeramente a cortina de humo. Se trata de una producción británica reciente, por lo que el chiste (de terror) se cuenta solo. Venimos de descubrir los horrores de Rotherham, ciudad posindustrial del norte de Inglaterra —exactamente el mismo escenario que Adolescencia— donde unas 1.400 niñas de entre once y quince años fueron violadas en grupo, torturadas y, en algunos casos, asesinadas, durante el período que va de 1997 a 2013. Los autores de la salvaje explotación infantil sistemática, en su mayoría paquistaníes, actuaban impunemente mientras la policía y las autoridades miraban hacia otro lado, temerosos de ser acusados de racismo si cumplían con su obligación de proteger a las criaturas y detener a los criminales. Desde luego, no parece que el depredador del que haya que preocuparse sea el prepúber blanco frustrado porque no tiene éxito con las adolescentes. Los directores de la serie aseguran que querían poner el foco en la violencia de los jóvenes de hoy en día y, por lo que sea, han elegido hablar de masculinidad «tóxica» y de un zagal lechoso con pecas que duerme abrazado a un peluche y acuchilla a una compañera de colegio tras ser rechazado.
Adentrándome en las Youth Justice Statitics del Gobierno Británico no he encontrado nada alarmante más allá de que «la raza negra y mestiza continúan sobrerrepresentadas en el total de niños detenidos y condenados» (a partir de los 10 años en el Reino Unido) en el ejercicio de 2024. Nada parecido a una epidemia de apuñalamientos a manos de chavales caucásicos propiciada por la «manosfera» y Andrew Tate.
Adolescencia tiene puntos interesantes, aunque ninguno por sí solo, ni en conjunto, hacen un asesino. Algunos de los asuntos que se exponen son el elefante en la habitación; otros, una excusatio non petita. Lustros de feminismo machacón, de aplastamiento y culpabilización del hombre por las cosas más peregrinas o por el hecho de serlo, de creación de conflicto y enfrentamiento entre ambos sexos, para ahora quejarse de que ellos reaccionan mal y misoginean en foros de internet. Décadas de voladura controlada de las comunidades, de los lazos familiares, de la cohesión social o de la autoridad no han sido en vano.
La reflexión verdaderamente valiosa que presenta la serie está en la pérdida de referentes legítimos y respetados. En el segundo episodio, el detective que lleva el caso acude al colegio del detenido para recabar información. El centro educativo, pertinentemente decorado con parafernalia LGTBI y con banderas we are the world, está fuera del control de los adultos. No tienen capacidad para ejercer ningún tipo de autoridad, ha desaparecido la jerarquía dentro y fuera del aula. La frustración hormonada de los adolescentes no viene sino de la ausencia de límites. El agente, en un momento dado, comenta: «¿Qué les enseñan aquí? sólo hay vídeos y gritos». No se da cuenta de que él también forma parte del problema. Cuando va a interrogar a un chico en calidad de presunto cómplice de asesinato le pregunta si se puede sentar en una silla que hay a su lado. Le pide permiso.
Recordaran el caso. En 1993, Jon Venable y Robert Thompson —de diez años— secuestraron, torturaron y mataron a James Bulger, de dos. Por aquel entonces, no había incels ni manosfera ni ciberacoso con emoticonos ni Andrew Tate. El mal existe. Que se lo digan a las niñas de Rotherham.