Novedad de novedades: te acercas a una manifestación de agricultores, de trabajadores desamparados por los sindicatos o de perjudicados por la ley de «bienestar animal», y la gente ya no te dice sólo que «hay que echar a Sánchez», sino que ahora, además, el pueblo te habla de la Agenda 2030. Hace sólo un par de años, a los que señalábamos estas cosas nos llamaban frikis. Ahora es argumento popular. La gente empieza a tomar conciencia de dónde está realmente el poder que la oprime. Albricias.
La Agenda 2030 se ha convertido en la nueva ideología mundial, al menos en el espacio de Occidente. Desde Podemos hasta Feijóo, y lo mismo Schölz que Macron o Trudeau, todos llevan su pin en la solapa. Esta comunión transnacional en un mismo programa significa un cambio de calado en el orden internacional. Desde las guerras napoleónicas hasta la Segunda Guerra Mundial, el orden del mundo fue un orden precisamente internacional, es decir, cuyos protagonistas eran los estados nación. Eso acabó en 1945. Surgió entonces un orden que ya no era internacional, sino multinacional, sobre la base de instituciones como la ONU o el FMI: los estados nación seguían llevando la voz cantante, pero se buscaba la implicación del mayor número posible de ellos en las políticas económicas o militares. Y ese orden multinacional, a su vez se fue transformando en un orden transnacional, es decir, un orden donde determinadas instituciones que están por encima de los estados les dicen a éstos lo que tiene que hacer. El orden transnacional es el que corresponde al mundo globalizado y es donde estamos hoy. La Agenda 2030 es su mejor exponente.
Desde hace muchos años la ONU ha intentado imponer políticas de obligado cumplimiento. Los objetivos del milenio suscritos en 2000 fueron el primer paso. La Agenda 2030 para el desarrollo sostenible, proclamada en 2015, prolonga y acentúa ese camino. ¿Qué dice esa agenda? Se trata de principios tan generales y tan bien intencionados que, a priori, es imposible no estar de acuerdo con ellos: acabar con la pobreza, combatir el hambre, proteger el medio ambiente, energía para todos, extender la educación… Nadie puede oponerse a eso. El problema es cuando uno mira debajo de los grandes principios y descubre las políticas concretas que nos proponen: en nombre del fin de la pobreza o de la salud y el bienestar, se promueve el aborto libre en todas partes. En nombre de la producción sostenible y el hambre cero, se promueve el desmantelamiento agrario europeo y la dieta de insectos. En nombre de la energía asequible y de la acción por el clima, se promueve una nueva revolución industrial que beneficiará solo a las grandes empresas transnacionales del sector. He aquí un inmenso proyecto de ingeniería social que ambiciona cambiar el rostro del mundo, literalmente. Y no necesariamente para nuestro bien.
¿Para bien de quién, entonces? Gran cuestión. Es fácil oponerse a un tirano cuando vemos su rostro, conocemos su nombre y podemos leer algo en su mirada. Pero el tirano de hoy no tiene nombre ni rostro —o, más bien, es todos los nombres y todos los rostros—. Lo característico del poder global es que es tan vasto, tan inabarcable, que toda oposición parece imposible. De ahí, también, su avance implacable. Todas sus políticas se imponen sin que el pueblo se pueda pronunciar sobre ellas. Nadie ha hecho un referéndum para aprobar las políticas de la Agenda 2030. Nadie, tampoco, lo hará. Simplemente, sus «verdades» descienden sobre nosotros como una nueva religión. La religión del mundo global. ¿Amén?
No, algo empieza a cambiar. De momento, ya son multitud los que han descubierto la verdad detrás del anillo mágico y sus colores. Ahora se trata de escapar a su influjo. Él siempre intentará gobernarnos a todos, pues para eso nació. Nuestra misión podría consistir en romperlo.