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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El aggiornamento de Felipe VI con la Iglesia

16 de junio de 2014

Felipe VI ha pronunciado un explícito non serviam al renunciar a la misa posterior a su proclamación como nuevo Rey de España el próximo jueves día 19, exaltando así al hombre autónomo, sin conciencia religiosa, esa “terrible enfermedad” de la que el hombre ha de curarse, como aseveraba Nietzsche; sumándose con servilismo a las filas de quienes no invocan a Dios ni perciben la belleza de la Cruz; enfatizando en exceso la soberanía del ámbito político para garantizar el pluralismo, impedir el conflicto y velar por el cumplimiento del orden constitucional. Algún dios, sin duda, se habrá alojado en su interior para prescindir de Dios en su irreverente aggiornamento, en su clara determinación hacia un Estado neutralista liberal y creador de un clima disolvente respecto de la Iglesia.

  No se trata de nostalgias pretéritas, de un último estremecimiento desfasado y caduco que el advenimiento de los nuevos tiempos desaconseja, según parecen sugerir algunos desde altas tribunas, invitando al conformismo y el retraimiento de una Iglesia que busca el orden de convivencia y la paz con la democracia. Sólo es una cuestión comparativa, donde se constata que la forma de corresponder al apoyo recibido deviene menosprecio de la Corona hacia la Iglesia. A diferencia de lo que ocurriera con su padre (la Corona es de tradición católica aunque ahora el Estado sea aconfesional), el nuevo Jefe de Estado, articulando sus convicciones ético-religiosas, su acción política y práctica de gobierno prescindiendo de Dios, rechaza cualquier signo público de aquello que fundamenta el Estado, excluye cualquier referencia ética que encuentra su fundamento en la religión, orientándose hacia un cínico indiferentismo.

  El 27 de noviembre de 1975, en San Jerónimo el Real, el Cardenal Tarancón pronunció una homilía redactada por el Cardenal Fernando Sebastián, hallando la Corona un inmenso apoyo en la Iglesia, un aliado para el consenso y la reconciliación de todos. La homilía de Tarancón constituyó una toma de posición que colocaría a la institución al frente del proceso democratizador, encontrando una figura política tan débil como Juan Carlos I, sumido en una enorme soledad, un gran apoyo, y solicitando para el Rey un “amor entrañable y apasionado por España”.

  Treinta y nueve años después, el 19 de junio de 2014, Felipe VI será proclamado Rey de España y la Corona silenciará a la Iglesia, como si Pilato recibiera su poder de sí mismo, para desplegar glorioso el ritual pagano en un acto claramente liberal, de neutralismo constitucional del poder público, rehusando el escándalo de la Cruz, como si el Estado hubiese alcanzado el estatus de societas perfecta, negadora de cualquier otra sociedad que pueda complementarlo y proporcionarle la energía moral que él no puede darse por sí mismo. Felipe VI procurará, a la manera de Maquiavelo, sustraer la virtud política a la moral religiosa, obstaculizando así la penetrabilidad religiosa por la vida social y política, despojando al Estado de cualquier significación religiosa para convertirlo en mera convivencia jurídica de intereses temporales y desprovisto al fin de un bien común espiritual que es Dios.

  ¿Qué sentido tiene la Iglesia para Felipe VI, cuando es incapaz de reconocer que el bien común no es sólo un bien temporal y político, sino también un bien común espiritual? ¿Qué es lo que ha heredado el nuevo Jefe de Estado de su padre, Juan Carlos I, acaso un orden neutro religioso o de mera convivencia; peor, un laicismo y un neopaganismo rampantes, donde “ser rey de todos los españoles” signifique domesticar a los católicos, tan morigerados como timoratos? ¿Es esta la manera idónea de reconciliar la Corona con el mundo moderno, como si la gran mayoría de los ciudadanos españoles se hubiesen sentido traicionados por la solicitud de una celebración religiosa católica? ¿Cómo justificar la tradición católica de la Corona cuando la ceremonia de la Coronación se ve privada de la presencia de Dios y se convierte en un acto de heterogeneidad absoluta entre la fe y la vida política, confinando el hecho religioso a la radical intimidad? ¿Acaso el Estado tecnocrático no reconoce ya como base de su propia entidad una estructura de valores cristianamente fundados en la sociedad y en la cultura de España?

  San Pablo exhortaba a Timoteo, en tiempos de Nerón, a rezar por todos los hombres, por los emperadores y por todos los que están en el poder. La Iglesia pide hoy con el mismo fervor elevar oraciones por el futuro Rey de España. Pero Felipe VI deberá aceptar como católico servir también a Dios, con el fin de alcanzar su propia salvación y buscar Su protección para el pueblo. Un servicio que exige responsabilidad ante Dios y los hombres, una respuesta más digna que el desprecio de la tradición, la reducción de la fe al ámbito privado o la perversa idea de demostrar al mundo que ser católico viene a ser lo mismo que no serlo.

  La acción constituyente que responde a un sentido de servicio se sabe responsable ante Dios y los hombres. Lo decía el obispo Josef Stimpfle: per me reges regnant, “por mí, vuestro Dios y Señor, reinan los reyes”: tal reza la inscripción encima de la imagen de Cristo como Juez del universo que luce en la corona del Sacro Imperio Romano, hoy custodiada en la Cámara vienesa del Tesoro. Los soberanos que ciñeron con ella su cabeza sabían que ostentaban un supremo poder sobre otros hombres no por propia virtud, sino en razón del beneplácito de Dios. De su vida y gobierno habrán de rendir cuentas ante Él.

 

  Aquel que en un tiempo como el nuestro no se exija cuanto pueda, deberá asumir de algún modo el rostro de la culpabilidad. Felipe VI impone una nueva realización de la Monarquía que discurra por una coexistencia secularizadora y religiosamente neutra, sin religación trascendente, vaciando la Corona de su significación cristiana, presentando su acción política como si no fuera católico ni reconociese el suelo que pisa, felizmente asimilado a una sociedad puramente laica y funcional. El comienzo de su reinado se asemeja perfectamente al de un agnóstico que descuida con absoluta negligencia la proyección pública de la fe y el testimonio de su condición de bautizado, recusando vivir ante el pueblo coram Deo, sin importarle llamar perdición a lo perdido y confiando demasiado en sus propias fuerzas. Quizá después le acuse el corazón de engañarse a sí mismo y a la gente, de haberse dormido la conciencia sin dar ninguna voz de alarma. Porque todo ello, amigo, exige penitencia.

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