En la memoria colectiva –si existiera tal engendro– Adolf Hitler sería un bigote y una cámara de gas; Julio César una corona de laurel, las traducciones de La guerra de las Galias en segundo de BUP y el archienemigo de Astérix; Churchill un puro obsceno y el discurso de los humores del sacrificio; Juan Carlos I los elefantes –el blanco del 23-F y el negro de Botswana–; y Josef Stalin cincuenta millones de muertos. Los hombres pesados de la política llevan asociados un par de conceptos, hitos o frases, y por muy extensa que haya sido su obra la historia la jibariza a poco más que un eslogan. Funciona también con los nombres más modestos: Felipe es sinónimo de corrupción, Suárez cuatro palabras de Ónega, Aznar dos fotos –Perejil y las Azores–, y Zapatero la ruina.
Don Mariano Rajoy quizá hubiera preferido pasar al mármol como el hombre que evitó el rescate económico, que le comparasen con Churchill por algo más que por los puros, que le agradecieran este liderazgo total de su partido en España, con cuotas de poder nunca alcanzadas o, por lo menos, que le recordaran como el líder que salvó al sistema del colapso, aunque para ello sacrificara a las clases medias como los aztecas inmolaban a sus enemigos, sin piedad.
Pero nada de eso. De hecho es probable que añore cuando se le señalaba como el vidente de los hilillos de plastilina del Prestige, o el vicepresidente de la guerra de Irak. Preferirá cualquier cosa antes que el cartel definitivo con el que se va a quedar grabado en la memoria: el hombre de la amnistía. Mañana –es decir, el lustro que viene–, pensar en Rajoy será recordar las cárceles abiertas de par en par, y un tropel de criminales saliendo a la calle como si se estuviera filmando una película de Batman. Porque la infamia de estos días no acaba aquí, se acrecentará con cada crimen de los amnistiados, con cada nueva violación de esos monstruos a quienes la indignidad del Gobierno les ha devuelto la libertad, el derecho a decidir cuando matarnos.
¿Había que cumplir la sentencia de Estrasburgo? No. No es verdad. Ni Obama, ni Cameron, ni siquiera el mediocre Hollande hubiera consentido cosa semejante. En el poder inmenso del Estado encontrarían desde argumentos jurídicos hasta la política de hechos consumados, la que practican los Gobiernos soberanos.
Ahora dice Gallardón –a quien recordarán los madrileños del siglo XXII, por la deuda– que observa indicios de criminalidad en los fastos de recibimiento a los etarras. Puede ser, pero es un delito menor comparado con las evidencia criminal de permitir esta amnistía.