Que el peronismo kirchnerista haya sido desalojado del gobierno después de un par de décadas de hegemonía siempre es una excelente noticia. En las pasadas elecciones del año 2023, los argentinos tuvieron que elegir entre la continuidad de un modelo obsoleto y la novedad de una oferta disruptiva cuyo principal signo era el de interrogación. El anarcocapitalista Javier Milei propuso una receta jamás probada en el mundo; no obstante, una importante porción de la sociedad prefirió ese salto al vacío antes que la repetición de un populismo consumado que ha sumergido al país en la pobreza y la ignorancia.
Todo lo que hizo y dijo el entonces candidato, enamoró, desde su palabra de quemar el Banco Central de la República, cambiar el signo monetario del peso argentino al dólar y convertirlo en moneda de curso legal, a las libertades más extremas en todos los ámbitos, sumado a su estilo arrebatado y por momentos agresivo. La permanente diatriba contra quienes hubiesen sido políticos o funcionarios en el pasado fue música para los oídos de una población hastiada de la ineficiencia, la indecencia y la incoherencia de personajes que se han visto desfilar por despachos oficiales año tras año, saltando de un cargo a otro sin obtener más resultados que el fracaso. La propuesta obtuvo la adhesión incondicional de los jóvenes que, lejos de las ideologías, encontraron un espacio donde se decía lo que ellos pensaban y con su mismo lenguaje.
Simultáneamente, el partido de gobierno, La Libertad Avanza, tiene una debilidad de origen. Aún en formación, necesitó hacer alianzas con políticos históricos, aquellos a quienes denostaba. Las listas de legisladores mostraron una variedad de nombres nuevos mezclados con profesionales de la política; el gabinete, también. Aun así, los seguidores de Milei aplauden. La sociedad argentina mostró una necesidad imperiosa de creer que, esta vez, las cosas cambiarían y por eso se niega a poner en duda cualquier medida; con más ganas que certezas renueva el voto de confianza porque considera que el papel que le toca en este tramo de la historia es acompañar el proceso.
Mientras tanto, la figura de Javier Milei convive entre el apoyo masivo de la mitad de la sociedad y una inocultable debilidad política. Sin estructura partidaria, sin gobernadores ni intendentes de su signo político y con apenas un puñado de legisladores, gobierna en absoluta minoría. Al discurso de campaña se le hizo presente la realidad y con ella, la brecha entre las promesas y los hechos. El nombramiento de iconos del peronismo en cargos de relevancia marcó, para algunos, la primera sorpresa; el culto al peronismo de la década de los 90 que profesa Javier Milei es un sello que muchos fans de la administración actual han tenido que digerir no sin dificultad. El apellido Menem hoy es sinónimo de poder político y no son los únicos representantes del peronismo que participan de la gestión de gobierno; el presidente tuvo que moderar los ataques a sus adversarios y conversar con aquellos a los que prometió desterrar, aunque los epítetos descalificadores y ofensivos continúan formando parte del lenguaje oficial, el primer mandatario o sus enviados han entablado diálogo con los que él llama «ratas» , «degenerados fiscales» y «fracasados» ya que forman parte del Congreso y, sin soporte legislativo, el formato de república se desdibujaría. Su elección de un cuestionadísimo juez para integrar la Corte Suprema de Justicia de la Nación es otro de los episodios que se desmarca del relato inicial. Ariel Lijo, nombrado por el kirchnerismo en 2004 muestra una deriva sinuosa enmarcada en denuncias de corrupción, lavado de dinero, asociación ilícita y tráfico de influencias que no pudieron probarse y una cuestionada participación en causas sensibles como el atentado contra la mutual israelita AMIA, nunca resuelto.
Volviendo al día a día, la colaboración sin especulaciones del expresidente Mauricio Macri marcó la diferencia. Con énfasis, sugirió a los representantes del PRO, el partido fundado por él, un apoyo irrestricto a la propuesta oficial y así se obtuvo la sanción de la ley que la administración Milei necesita para encarar las reformas imprescindibles para terminar con la decadencia y torcer el rumbo de miseria que lleva el país.
Ahora bien. El PRO mantiene su independencia política y aclara cada vez que puede que, si bien acompaña las reformas que el gobierno impulsa, sigue siendo una fuerza de oposición con identidad propia. El kirchnerismo, por su parte, conserva una nutrida porción de la representación legislativa y la hace valer a la hora de trabar las iniciativas oficiales. Esa oposición no colabora en lo más mínimo con la gestión libertaria. Hasta acá, la foto del mapa político actual.
Sin embargo, todos, tanto el oficialismo como el PRO, los radicales y las variedades de peronismo que revisten algunos en el oficialismo y otros en la vereda de enfrente, comparten una característica: agotamiento institucional.
El sistema político argentino en la actualidad atraviesa una zona de extrema debilidad. El sistema de partidos, piedra basal del juego democrático, está en terapia intensiva. La hermana del presidente, pieza clave de la actual gestión, dedica parte de su tiempo al armado del ansiado partido propio para no depender, otra vez, de alianzas en las elecciones legislativas del año próximo. La oposición, mientras tanto, carece de proyecto para ofrecer. Las hilachas del peronismo kirchnerista están a la vista y la pérdida de masa electoral los desorienta. Ya no les funciona especular con los pobres porque en gran medida han perdido su capacidad de extorsión sobre ellos.
El PRO, por su parte, no tiene una propuesta clara ni un liderazgo de consenso; su cercanía con la administración Milei lo ha puesto en estado de debate aunque, desde sus cuerpos orgánicos, se insiste con que el eventual pasaje de dirigentes es y seguirá siendo a título personal. Lo cierto es que el arco político no logra fortalecerse.
Ese estado de cosas no es una entelequia para analistas políticos sino una realidad que el ciudadano padece a diario en el clima de discordia que se respira. Será tarea de un líder proponer la reconciliación en las diferencias. No se trata de borrar los disensos sino de aprender a vivir con ellos sin exabruptos ni descalificaciones porque los argentinos han padecido demasiado tiempo la densidad de gobernantes que azuzaron el conflicto, un rasgo peronista que es imprescindible erradicar. Ha llegado el tiempo de la moderación porque hoy, el cambio es tan necesario como la serenidad.