Termina un año particularmente convulsionado, plagado de conflictos diplomáticos, bélicos y políticos. El mundo está crispado y la larga lista de organismos creados sucesivamente luego de la Segunda Guerra Mundial con el objetivo de promover el diálogo y el entendimiento entre las naciones fracasó. Décadas después la inutilidad de toda esa red de burocracia queda expuesta toda vez que no soluciona disputas o desencuentros de cualquier nivel y su mediación tampoco destraba situaciones tensas. Vaya el ejemplo reciente del oscuro episodio generado en Venezuela tras el secuestro de un gendarme argentino. Ni la comunidad internacional en general ni la mediación de los organismos supranacionales han logrado su liberación.
Lo malo es el escaso resultado de esos espacios; lo bueno es que los países se van dando cuenta de su pésima performance. El sapo ha saltado de la olla. Hace varias décadas que la izquierda «caviar» lo puso a cocinar; como el agua estaba fresca, el sapo se sintió a gusto y se quedó; pero la olla estaba sobre el fuego; a medida de que el tiempo pasaba, subía la temperatura del agua pero, como el proceso era sutil, el sapo no se daba cuenta; toleró y toleró, pero un buen día el calor le pareció excesivo y finalmente dio un brinco y abandonó el caldero.
La historia del sapo es equiparable a todo proceso donde existe alguien con una intención manifiesta de manipular a otros. La reacción de los productores rurales europeos, por ejemplo, no fue intempestiva; es el resultado de una larga lista de políticas arbitrarias, inconsultas y abusivas que fueron abrumándoles hasta empujarlos a una rebelión pacífica pero contundente. Durante décadas burócratas millonarios desde su torre de cristal han ido construyendo un universo paralelo con normas alejadas de la realidad de aquellos que trabajan la tierra y que producen alimentos y servicios para millones de personas; han impuesto condiciones y restricciones en todas las áreas de la vida, desde las formas de cultivo hasta cómo educar a los hijos. Han querido intervenir en todo y, en aras de una supuesta mejora del planeta, han intentado apoderarse de las banderas de la ética: lo que ellos plantean es lo bueno, el resto es malo y equivocado y por eso lo combaten.
Bruselas y su macabro invento de la Agenda 2030 primero y recientemente con la Cumbre del Futuro o Pacto 2045 son el caldero; desde allí dictaron durante todos estos años normas y prohibiciones, aumentaron la burocracia, encarecieron la producción y condicionaron la vida del ciudadano de a pie. En la actualidad, ya están intentando que sus decisiones primen por sobre la autodeterminación de los países queriendo demonizar la soberanía nacional. Con mala fe, tergiversan las posturas de quienes reivindican la voluntad de las naciones y apelan a la falacia de sugerir que, quienes no adhieren a esa cesión informal de la autoridad, son antieuropeos. Nada más alejado de la verdad, porque la UE fue creada con el espíritu de ampliar la capacidad de desarrollo de los países miembros y no para cercenarles derechos. Los planes woke siguen en marcha y solo han levantado el pie del acelerador en cuanto al Pacto Verde un ratito y por imperio de la efervescencia que produjo el inmenso reclamo rural que se planteó a lo largo de varias ciudades europeas.
Ahora bien. Hay muchos sectores que se han percatado del proceso en el que estamos y, desde sus lugares, hacen su contribución alzando la voz. Pero claramente es la política la que debe liderar la resistencia.
Los think tanks y fundaciones cumplen la función de difundir ideas para concientizar a la población concentrada en el día a día, que es cada vez más complejo; esas organizaciones hacen una valiosa tarea docente, exponen temas que no siempre son obvios para el hombre común pero que, directa o indirectamente, lo involucran. Son las que llevan adelante la batalla cultural, las que toman a su cargo la responsabilidad de desmantelar la trama que las izquierdas tan bien han tejido. Hoy esa batalla, titánica por cierto, consiste en desmitificar las bondades del ecologismo frenético, los ficticios horrores y amenazas que plantaron alrededor del cambio climático, la defensa irresponsable de las migraciones ilegales, el feminismo desmedido en cuyas raíces no está el respeto de la mujer y sus derechos sino la guerra declarada al entendimiento con el hombre y la resignación de responsabilidades personales en favor del Estado.
La batalla cultural implica denunciar, sin medias palabras, que el Pacto Verde se asienta sobre el encarecimiento de los productos para la población en general y la ruina de los productores y que, en otras áreas, el globalismo es más tenue pero no menos invasivo y dañino: el Estado adoctrinando a nuestros hijos intenta atribuirse una preminencia sobre su educación, tarea que pertenece a los padres y que la función de los maestros se reduce a impartir conocimientos, no a imponer más o menos sutilmente, un catecismo laico como se está haciendo actualmente con esos temas. A ese nivel de desquicio han llegado los planes que la Agenda 2030 impulsa. Los castigos impuestos a los países que cuestionan o rechazan sus medidas es la demostración palmaria de que no están dispuestos a ceder.
Pero la prédica de las organizaciones y sus colaboradores que exponen este plan tienen un límite; cuentan con capacidad de difusión y, con ella, generan un cambio de la mentalidad pero no de las medidas que ya están en marcha y de otras por venir; para frenarlas es imprescindible que sus principios se transformen en políticas de estado.
Los productores, inorgánicamente pero con cuerpo y alma, han hecho historia y han puesto un freno al avance de la arbitrariedad woke; las ONG vienen aportando lo suyo; la sociedad civil también hace su parte. Ahora es el momento de la política, porque solo ella puede concentrar, dar forma, encauzar esas masivas protestas y obtener resultados concretos.
También es necesario rechazar los discursos anti-política; con ellos se allana el camino a los dictadores que luego imponen su propia agenda. Donde no hay política no hay participación general, no hay disenso ni discusión de ideas. Hay una idea, la del autócrata. El camino para derrotar el globalismo no es más autoritarismo sino más libertad, más democracia y más principio recto. El dilema no es cambiar una dictadura por otra.
«Un gran líder no es un buscador de consensos sino un moldeador de consensos» decía Martin Luther King. Se requiere de hombres decididos a defender los valores tradicionales, la soberanía de las naciones, la familia como núcleo primario de la sociedad y tener espaldas para tolerar el embate izquierdista y demoler ese mantra que repiten los enemigos de la libertad cuando llaman «ultra derecha» a todo lo que no sea de izquierdas y “populismo” a todo lo que no sea colectivismo. Todo eso, sin suprimir el diálogo, el debate y la libertad de expresión.
La buena noticia es que personas con esas características están apareciendo en distintas latitudes y están uniendo fuerzas para un trabajo mancomunado, pues luchar contra el globalismo empobrecedor y autoritario es una tarea que excede las nacionalidades. Giorgia Meloni en Italia, Marine Le Pen en Francia, Santiago Abascal en España, Javier Milei en Argentina o Donald Trump en Estados Unidos son referentes políticos de esa batalla cultural. La auspiciosa novedad de 2024 es la conformación de Patriots Party, grupo parlamentario que nació tras las elecciones europeas del pasado mes de junio. Patriots es una iniciativa que agrupa espacios políticos de 11 países europeos y cuenta con 86 diputados en el Parlamento comunitario; tiene la representación de más de 19 millones de europeos, lo que lo convierte en la tercera fuerza, detrás del Partido Popular Europeo y del Grupo Socialista S&D.
Thomas Jefferson lo definía con claridad: «En términos de estilo, nada con la corriente. En términos de principios, permanece como una roca» Claramente estamos atravesando un tiempo extremadamente difícil que necesita de la inspiración y la acción de aquellos que son capaces de mantenerse como una roca en defensa de los principios que han iluminado la civilización occidental.