Mi padre falleció la semana pasada. Iba a cumplir pronto los 90. Mi madre le precedió hace algo más de dos años. Acababa de cumplir 84. Los dos eran niños de la guerra. Mi abuelo paterno se pasó la guerra escondido en un zulo en el campo, en una alquería de Valencia, porque la policía del Frente Popular le quería matar. No era un militante político, pero estaba cerca de Acción Católica y su nombre aparecía en las listas parroquiales de la Adoración Nocturna: suficiente para ser un «enemigo de clase». En esos mismos días, mi abuelo materno servía en la policía del Frente Popular en Valencia. Habría sido perfectamente posible que mi abuelo materno matara a mi abuelo paterno, y entonces yo no estaría aquí. No pasó, y nadie habló de eso después de 1939. Todos sufrieron hambre y miedo. Mi padre vivió buena parte de la guerra alimentándose fundamentalmente de las naranjas que la familia recogía en aquel escondite (siguió comiendo obsesivamente naranjas hasta el final de sus días). Mi madre, mientras tanto, cruzaba el Ebro: un bebé al borde del raquitismo. «Parece una macica de mortero», le dijo a mi abuela un soldado que las ayudó a cruzar. Después, las privaciones de posguerra: mi abuelo materno acabó en el campo de concentración de Albatera; no se le juzgó porque, al fin y al cabo, no era sino uno más en aquella tropa desastrada de vencidos. A mi abuelo paterno tampoco le recompensó nadie sus sufrimientos: al fin y al cabo, no era sino uno más en aquella muchedumbre aliviada de vencedores que había visto demasiadas veces rondar la muerte en torno a sí. Lo más importante, sin embargo, vino después.
Lo más importante, en efecto, es que esa gente se empeñó en sobreponerse a tanta adversidad y construirse un camino. Mi padre tenía una voz excelente y debutó con cierto éxito como tenor. Algo inaceptable para mi abuelo, que ni tenía dinero para pagarle la carrera ni entendederas para aceptar a un hijo artista. Lo metió de aprendiz de sastre. Después fue bancario. Al final, en la mili aprendió topografía y, como era espabilado y responsable —pero que muy responsable—, acabó trabajando como técnico de construcción, y a eso dedicó su vida. La casa desde la que escribo la construyó él. Mi madre, huérfana de padre muy pronto, lo pasó aún peor: hija única en una familia de viudas, sobrevivió al hambre en un pueblo de la sierra de Espadán —Gaibiel, mi pueblo— alimentándose con la leche de una cabra que se llamaba Rubina y a la que toda la familia rendía una profunda veneración. Muchas veces me contó que su regalo de Reyes, en uno de aquellos difíciles años, fue un bocadillo de jamón. Todas las mujeres de la casa se sacrificaron para que la niña estudiara. Y ella, como era tan espabilada y responsable como mi padre, lo consiguió: se hizo maestra de escuela. Era la primera vez que alguien en aquella familia tenía un título. Recuerdo muy bien la casa medianamente burguesa de mi familia paterna en la calle Cuenca. También recuerdo muy vivamente la casa proletaria de mi familia materna en la calle Valeriola, con un sólo grifo y sin retrete —cuando se puso, fue un acontecimiento—, y aquel patio de luces que siempre olía a humedad y por donde corrían impasibles los ratones. Sin embargo, también aquí lo más importante vino después.
Porque lo más importante es que el hijo del perseguido vencedor y la hija del perseguidor vencido se hicieron novios, uno de aquellos larguísimos noviazgos de antaño, y se casaron. Pobres, pero con la convicción de que iban a salir adelante. Yo era muy pequeño, pero aún puedo ver la nevera de entonces: una caja de zinc con una barra de hielo que traía un señor ataviado con una extraña caperuza. Cuando llegó el primer frigorífico, fue una sensación. También recuerdo un viaje de Valencia a Denia, mi padre conduciendo la vespa y mi madre en el sidecar, conmigo en brazos y mi segundo hermano aún dentro de su vientre. Fuimos a Denia siguiendo el boom de la construcción. De la construcción y de todo lo demás. Mi madre dejó el magisterio para criarnos. A partir de aquel momento, la historia de mis padres fue como la de millones de españoles en aquel tiempo: un hijo, un frigorífico, otro hijo, un seiscientos, otro hijo, la televisión, otro hijo, la casa en propiedad. En medio, el traslado a Madrid, siempre en pos de una España que se llenaba de grúas y carreteras y trenes y tendidos eléctricos. No existía la política más que como algo que «está ahí». Siempre fueron los dos muy religiosos, como casi todos los españoles de aquel tiempo, y eso respondía a todas sus preguntas. No, lo lamento: nunca se consideraron víctimas de nada ni reprimidos por nadie. Llegó el cambio de régimen y lo vivieron con la misma moderada esperanza que la inmensa mayoría de los españoles de a pie. Cuando mi madre terminó de criarnos, volvió al magisterio —porque era muy, muy maestra, y los hijos del cuerpo docente sabrán qué quiero decir— y en esa vocación se jubiló. Mi padre, mientras tanto, se jubilaba y, como aún mantenía la voz, pudo dedicarse a cantar en un coro con el que actuó en París, en Praga, en Lima… Justa recompensa para sus vidas. Orden, paz, sacrificio recompensado, un patriotismo elemental y sano, esfuerzo, trabajo, fe… Esas eran sus banderas. De ellos y de millones de españoles como ellos. Las banderas de nuestros padres.
Cuando se escribe la historia de la España de los años 50 y 60 el relato suele ahogarse en un mar de cifras: crecimiento del PIB, producción industrial, construcción masiva de viviendas, lanzamiento de automóviles a gran escala, etc. Es natural, porque fueron años de enorme transformación, probablemente la más intensa que jamás haya conocido España en tan breve plazo de tiempo. Pero esa titánica tarea no habría sido posible sin el trabajo cotidiano de millones de españoles —de a pie, sí— que pusieron sus manos en ella. Esto es algo que salta siempre a la mente cuando uno revisa los testimonios gráficos de aquellos años entre grúas, fábricas, chimeneas, astilleros, hospitales públicos, carreteras y centrales nucleares: ¿quién estaba ahí, quiénes eran esas personas a las que se ve en esos documentales con sus cascos de obrero o sus gafas de ingeniero, sobre ese tractor o bajo esa cofia de enfermera, o paseando bebés por el parque o en la escuela, regla en mano, enseñándoles a los niños todo lo que hay que saber? La respuesta a esa pregunta es tan íntima como esto: esa gente eran nuestros padres. Un país puede tener los mejores estadistas y los especialistas más competentes, pero enseguida agotará su carrera si por debajo de todo eso no hay una población dispuesta a construir. Las generaciones que nacieron en los 30 y los 40 del siglo pasado fueron las auténticas protagonistas del milagro español. Fueron las que pasaron de la alpargata al seiscientos en poco más de diez años a base de tesón, esfuerzo y optimismo. Fueron las que vieron como a su alrededor se construía un Estado verdaderamente eficiente (quizá la primera vez que eso pasaba en nuestra Historia), exactamente igual que ocurría en el resto de Europa occidental. Fueron las que dejaron atrás una guerra y después se habituaron a vivir en democracia con una pasmosa facilidad. Quizá por eso les resulte tan profundamente ajeno el mundo que ahora, poco a poco, van abandonando por pura ley de vida: ese mundo en el que no te puedes fiar de las instituciones (para ellos, algo incomprensible), en el que todo es inseguridad, en el que se ha roto la transmisión generacional y parece que los viejos no tienen nada que enseñar a los jóvenes, en el que los hijos van a vivir peor que los padres y, aún peor, con frecuencia ni siquiera habrá hijos.
Ahora se van yendo. Se van yendo trozos de la historia de España y envolvemos sus féretros en esas banderas invisibles que fueron las suyas: el orden, la paz, el trabajo, la fe… ¡Qué distinto todo! Hoy miramos esas banderas y nos parecen irremisiblemente condenadas a yacer en sus tumbas. El orden ya no es una defensa, sino que se ha convertido en una amenaza. La paz es una ficción —que todos estamos obligados a invocar— en medio de unas sociedades explosivas. El trabajo, para nuestros hijos, es una incertidumbre que raramente les resolverá la vida. En cuanto a la fe, empieza a ser algo parecido a un ejercicio de riesgo. Sus banderas ya no pueden ser las nuestras porque el mundo es otro. Y sin embargo, en sus escudos permanece la huella de que los españoles, un día, fueron capaces de levantarse desde la más honda postración. Quizá, después de todo, sí que sea posible, si no resucitar, sí al menos venerar esas banderas. Las banderas de nuestros padres.