«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

Banderita

4 de julio de 2023

Nuestra intelectualidad orgánica, bio, cultivada con cariño y autoproclamada libre de pesticidas iliberales o populistas, es un delicado producto que suele darse bien en las fértiles tierras de medios antaño conservadores. Guardiana de las esencias demoliberales y del consenso socialdemócrata que las acompaña, durante la semana del Orgullo nos recuerda que la bandera LGTBI representa un valor esencial en nuestro sistema político: el derecho que tienen los integrantes del colectivo homosexual a ser «igualmente libres» (¿no lo son a estas alturas?). Por tanto, es un «imperativo democrático» defender el alegre estandarte multicolor cuando se le ataca.

No sé si se considera un atentado contra tal símbolo, y por ende contra el colectivo que representa, la exigencia voxera de retirarlo en aquellos edificios públicos donde el partido verde quiere y tiene la posibilidad de hacerlo. Sin embargo, el hecho de no exhibir la creación de Gilbert Baker en el balcón de un Ayuntamiento o una Diputación cualquiera de nuestra Españita, difícilmente puede ser interpretado como un ataque contra la democracia liberal y sus tronos y dominaciones que es, a fin de cuentas, lo que se pretende sugerir entre líneas. En primer lugar, porque no se está limitando o conculcando ningún derecho. Y porque consecuentemente, aunque esto tenga relativa importancia dado lo caprichoso del asunto, se está cumpliendo con la legislación vigente en materia de símbolos oficiales. Ahora, que estemos ante un acto sin trascendencia jurídica, efectivamente, no implica que esté desprovisto de intención política.

Y ésta última, aun a riesgo de sorprender a los de siempre, es perfectamente respetuosa con los principios sobre los que se construyó la democracia liberal. Mucho antes que el subalterno de David de Rothschild hiciera amago de bailar el Saturday Night’s Alright (for fighting) en el concierto parisino de Elton John mientras Nanterre ardía un martes noche, andaba por la nación mártir un tal Stanilas de Clermont-Tonerre. Perteneciente a una de las familias más antiguas de Francia y diputado durante los Estados Generales de 1789, ha pasado a la historia por impulsar la concesión de la ciudadanía francesa a los hebreos residentes en la Galia. De su discurso al respecto es bien conocida una frase: «Hay que negar todo a los judíos como nación, pero facilitarles todo como individuos». La traducción es algo pedestre y no se trata aquí de hacer una analogía directa o de comparar lo incomparable, sino de entender que en el sistema político del que usted me habla no puede existir más sujeto o colectivo que el conformado por todos, al margen de particularidades y preferencias que no deberían generar discriminación positiva alguna, inflación del derecho subjetivo o amigable guiño administrativo. Guste o no, sólo hay una bandera que representa a todos y suele ondear al exterior de muchos edificios oficiales. El supuesto imperativo democrático que impondría una obligación, más moral que real, de defender un símbolo militante en el que, además, tampoco se reconocen todos los homosexuales, parece filfa.

Los hay que rechazan la identificación con el colectivo LGTBI y la semana del Orgullo y es perfectamente comprensible. No sólo se les despersonaliza, a veces histriónica o grotescamente, y se hace de ellos una especie de faltriquera andantefestiva y simpática por obligación, de la que sólo interesa lo que va a gastar aquí o allí; sino que, también, se les facilitan las coordenadas ideológicas necesarias para que voten a aquellos que siguen utilizándoles como arma arrojadiza contra el adversario político y el «odio» que nunca cesa. Y más vale que no cese, por la visibilidad y el bien de presentes y futuros carguitos en observatorios, secretarías y otros negociados dependientes del partido o ministerio que toque presupuesto.

Reconozco tener algo de admiración por aquellos homosexuales que, en estos días, continúan con lo suyo sin participar de circos y sin que les afecten las lisonjas de unos y las consignas políticas de los otros. Seguramente sean unos homófobos, meapilas, gazmoñas, y negacionistas del Orgullo. 

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