Llovía cuando me fui. Lo recuerdo porque la amiga que me ayudó a cargar el coche con mis pertenencias me lo hizo notar: «Valencia llora hoy». La lluvia sobre la tierra del azahar nos ha vuelto a romper por dentro, como en aquella despedida hace algunos años.
Llegué muy joven, «para estudiar», me precedieron mi madre y mi bisabuelo en su día. Llegué con Vizcaíno Casas leído y como quien va ya enamorada a una cita a ciegas. Viví en «Villa Bragas» —también lo había hecho mi madre— y me despertaba los domingos, después de haberlo bailado todo la noche anterior en Xúquer, el aroma de la leña de naranjo ardiendo en Casa Clemencia. En cada parada de tranvía el oído se iba haciendo a la musicalidad de los nombres de los barrios. Próxima parada Benicalap. O Campanar o Poblats Marítims. Aprendimos la toponimia de la comarca, vernácula y huertana. Con toda la dignidad —y la alegría— de la huerta. Catarroja, Paiporta, Sedaví, Picanya, Alfafar, Aldaia, Massanassa, Beniparrell. Nombres hoy anegados en dolor, barro y muerte pero que alguna vez evocaremos coronados con ramas de laurel de la terreta. Nos hicimos a la cultura del esmorzaret y del Agua de Valencia. Y supimos que el idilio sería eterno.
Tengo para mí que, en algún momento, hube de coincidir con Hughes en las paellas de la Politécnica, en alguna biblioteca del campus de Los Naranjos o, quizás, en cualquier garito de Cánovas o del Carmen. Y —las vueltas que da la vida— ahora estamos aquí, los martes, tres valencianos a tiro de columna. Después, traté de servir —lo mío fue una vocación brutal, ya marchita— desde mi trabajo en el barrio de La Petxina (en ningún sitio se nombra como en Valencia). En ningún sitio, como en Valencia, resultaba tan natural la convivencia entre los dos sex-shops que flanqueaban mi farmacia y la gente respetable y de edad provecta que nutría nuestro código postal.
El domingo por la noche recibí un WhatsApp de O’Mullony —nuestro director está en Washington cubriendo las elecciones estadounidenses—. «Estoy tocado con lo de Valencia», me decía. Y yo comparto ese desgarro tardío que a algunos nos llegó el fin de semana, después de haber descargado la adrenalina, de habernos concedido una desintoxicación de noticias, imágenes y opiniones.
España es, desde hace seis días, un toro barrenado por lo meteorológico y por lo político. Sin embargo —lo pedían a gritos— han despertado a la bestia. De momento, a la de la caridad —donde esté la caridad que se quite la solidaridad— de un pueblo que conserva la grandeza de antaño en algún lugar recóndito de su ADN.
El dios de la lluvia —o su ingeniería— llora sobre tierra ché y los españoles han demostrado de qué pasta están hechos. La movilización de voluntades y valentías ha resultado abrumadora —¡ha salvado vidas!— y ha dejado en evidencia la distancia abismal que existe entre «la gente» y una clase política miserable y envilecida.
Tras décadas en las que se ha intentado socavar por todos los medios aquello que nos unía y arraigaba, se olvidaron de los rescoldos. La tierra, las raíces, la familia y la patria crean vínculos que se inscriben en lugares del alma inaccesibles, de momento, a sus garras.
Los voluntarios, los agricultores, parte del tejido empresarial y, en definitiva, los españoles de bien, con su trabajo duro e incansable, con los recursos propios y la generosidad desbordada están devolviendo al pueblo valenciano su sueño de ofrecer nuevas glorias a España, pero además suturando nuestras heridas.
Y los jóvenes. Ponemos también nuestros noviembres en sus manos.