Puede que las intenciones de Las últimas horas de Mario Biondo (Netflix) fueran buenas, pero el documental se convierte en un mal instrumento para ellas. Engaña al espectador prometiendo una confrontación de hipótesis y opiniones que pronto abandona, y oculta el peso en la historia de una parte, Raquel Sánchez Silva. Se supone que ella no está en el documental, pero al final sentimos que sí. Y el objetivismo, neutralidad y exhaustividad fáctica del documental como género se sacrifican por una composición de parte, un relato desequilibrado, tendencioso e incompleto, con detalles clamorosos que parecen innecesarias formas de cargar la mano. El montaje de los testimonios de la familia Biondo, por ejemplo, alcanza niveles tróspidos, como aquellos personajes cómicos de los realities de Cuatro. A veces, la cámara graba un poco antes y un poco después de hablar, deja ese pequeño instante vivo de silencio en que el testimonio queda invadido por la hilaridad o por una cierta sospecha de falta de autenticidad. Es un segundo, incluso menos, pero es lo justo para rebajar el testimonio dándole un ribete cómico o impostado: ya no vemos un testimonio sino una persona dándolo, lo que abre el juicio a otras consideraciones. Esa treta de la cámara abierta la hemos visto mucho con Évole, por ejemplo.
Hay más cosas. Un experto en psiquiatría explica el duelo de la viuda como una peripecia individual psicológica, pero deliberadamente se ignora lo que está en discusión: la función social del duelo, el acto de compostura hacia los demás.
La cámara, el montaje, los expertos.. todo nos va guiando hacia un lugar que puede ser el correcto, pero al que sentimos que nos llevan demasiado de la mano, con engaños previos y una insistencia excesiva, como cuando al bebé le dan la papillita disfrazada de avión. Raquel Sánchez Silva no está, pero rubrica el final y su exagente se convierte en la voz narrativa dominante. En contra, la familia Biondo se abre en canal, incoherente y crispada, liderada por una mamma italiana que deja en mantillas a Antonia Dell’Atte (la incomprensión nuera-suegra alcanza unos niveles inauditos, un paroxismo mediterráneo que roza el conflicto internacional).
El documental trata de restituir el buen nombre de la viuda, pero es tan tendencioso y tosco que quizás no contribuya mucho a ello. Tendrán la razón forense, pero la pierden narrativamente.
Y si nos interesa es porque es ejemplo de una tendencia en España. No es tampoco el primer documental de Netflix en un sentido similar. Ya le dedicaron uno al caso Alcácer en el que la cámara sirvió para desacreditar a Fernando García, padre de Miriam. Son documentales siempre a favor de la versión oficial, cerradamente oficialistas, que no agotan las posibilidades de discusión y entroncan, como productos de entretenimiento y periodismo, con el espíritu de una época de intensa propaganda. Se percibe un descuido lógico, y una narrativa primitiva que siempre acaba en pirotecnia sentimental. Un falso objetivismo al servicio de parte con una voz narradora constantemente implicada que nos lleva y nos trae por donde quiere con engaños pueriles. Hay un infantilismo y una mendacidad desacomplejados, que no se ocultan.
Y este estilo es lo habitual en España estos años, como una de las formas artísticas o periodísticas del totalitarismo blando y sonriente que todo lo invade y que quizás tuvo su apogeo y máxima expresión en la cobertura periodística del caso La Manada. Allí se normalizó acabar con la contradicción, cebarse en la sinrazón o delirio del otro. El terreno de juego siempre preparado.
Si tienen razón, ¿por qué tenerla tanto, de un modo tan desequilibrado?
De que este documental es un actualísimo ejemplo más de deshonestidad narrativa no podemos tener dudas cuando leemos cómo lo define el diario El País: «Restitución del honor ejemplar y un relato sereno, detallado e irrefutable de un delirio».