A estas alturas ya nadie duda de que el terrorismo yihadista es la mayor amenaza a la que se enfrenta la sociedad occidental. Desde la caída del comunismo y el final de la Guerra Fría, Europa y Estados Unidos no se enfrentaban a un enemigo capaz de poner en peligro nuestra Democracia y sistema de valores, atacando por sorpresa en cualquier lugar, incluso usando un martillo como arma, como sucedió esta semana a los pies de la catedral de Notre Dame en París.
Este nuevo terrorismo -que en el fondo es muy viejo porque atentados de corte islámico se han venido produciendo desde los años 80-, nos enfrenta a un enemigo muy complejo de contrarrestar. El DAESH no asesina para pedir la independencia de un territorio, o porque el suyo haya sido invadido, o como respuesta a un ataque previo de algún otro país. No se quieren sentar a negociar nada. Los terroristas islámicos matan por el simple placer de asesinar, y a cuantos más seres inocentes mejor, incluso niños. Inspirados en un fundamentalismo teocrático que sirve de excusa para la mayor de las atrocidades, sólo buscan la máxima aniquilación de esa gente que no es como ellos. Y para ejecutar a infieles, se valen de cualquier mártir al que la propaganda islámica le conduce a pensar que su vida en esta Europa sucia y promiscua, sólo tiene sentido si alcanza el paraíso matando a los enemigos del islam.
Decía la primera ministra Theresa May que “hemos tenido demasiada tolerancia. Ya es suficiente”. Ha necesitado más de 40 muertes y decenas de heridos para darse cuenta. Efectivamente, ya es suficiente. Pero a este tipo de terrorismo solo se le puede enfrentar de dos maneras: haciéndole frente o mirando para otro lado mientras se cantan canciones de pacifismo en una plaza, mientras se atenúa la angustia por habernos librado del terror, esta vez, y a la espera de ver qué país el siguiente.
Nuestro héroe español, Ignacio Echeverría, optó por el primer camino: hacer frente al terrorismo. Él también podía haber huido en su bicicleta, aliviado de haberse salvado del mal. Pero no lo hizo. Se detuvo, y armado con su monopatín trató de salvar la vida de una muchacha que estaba siendo apuñalada. A cambio entregó la suya. Sin pretenderlo, Ignacio debería ser el espejo en el que todos deberíamos mirarnos, no sólo por su indudable valentía, sino por mostrarnos el camino adecuado. Sólo hay una opción contra el terrorismo: enfrentarnos a él. Sabiendo que será una lucha difícil, compleja, constante, en la que toda la sociedad occidental deberá participar de una u otra forma, consciente de que a partir de ahora las medidas de seguridad serán aún más extremas, por muy molestas que a veces puedan resultar.
El ejemplo de Ignacio debería servirnos para pensar en lo que sucedió con Miguel Ángel Blanco, del que dentro de un mes se cumplirá el 20 aniversario de su asesinato. El vil, cobarde y cruel disparo que ETA descerrajó en la nuca de Miguel Ángel ayudó a despertar a una parte de la sociedad española, que permanecía aliviada porque el terrorismo aún no había llamado a su puerta, y a que la comunidad internacional abriera los ojos y entendiese que los terroristas de ETA no eran simples “libertadores vascos”, como durante muchos años deslizaban desde la Francia de Miterrand. El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue la espita que unió definitivamente a la sociedad española en contra del terrorismo e hizo claudicar a ETA en aquellos otros países donde las autoridades sabían que se refugiaban terroristas pero no se hacía nada para su detención.
Ojalá que la lección que nos ha brindado Ignacio, y que el recuerdo de Miguel Ángel Blanco, y de todas las víctimas del terrorismo en España, nos ayuden a darnos cuenta de que sólo se vence al terrorismo desde la unidad, aplicando los mecanismos del Estado de Derecho, y siendo constantes en la vigilancia y colaboración entre los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad europeos. Haciéndole frente. Sin fisuras.