Confirmado el buen dato sobre el paro –que aquí llaman buena a cualquier noticia que no sea trágica– el Gobierno de Mariano el Libertador se encuentra más sólido. Cada cifra en negrita hace que De Guindos se sienta un poco más el cardenal Cisneros, señalando las hojas de Excel como cañones, afirmando: estos son mis poderes. Necesitan de las motivaciones contables para poder seguir escupiendo a sus votantes en los otros temas. Al día siguiente, por boca de Oyarzábal, el PP anunciaba que el próximo viernes no estará junto a las víctimas del terrorismo –convocadas por Santiago Abascal–. Se ausentan, entre otras cosas, porque temen que los asistentes no estén muy entusiasmados con la política antiterrorista del Gobierno –que aquí llaman antiterrorista a cualquiera que no lleva pasamontañas–. Algunos, los mejores, de todas formas irán a título personal. Otros, como Alfonso Alonso –que es la versión femenina de Celia Villalobos– ya se han excusado diciendo que la convocatoria coincide con los actos oficiales del día de la Constitución, argumento que contiene un toque considerable de sarcasmo. Y en fin, que quedan lejísimos aquellos tiempos en que los populares se deshacían por hacerse una foto junto a Ortega Lara o Alcaraz, porque ahora lo que se lleva en Génova es disfrazarse de progre y jurar varias veces al día que no conoces a Bárcenas. La soledad de las víctimas es becqueriana, pero para la actitud del poder político en este asunto ya no quedan adjetivos.
Bueno, en realidad sí que quedan, pero son de una ordinariez que exceden en mucho los mínimos que el buen gusto requiere. A lo peor lo que nos pierde es eso, las maneras, la educación, el tradicional apego de algunos a no levantar la voz, a mantenerse siempre dentro de la más estricta legalidad.
Decía Voltaire, además de muchas tonterías, que la mayor desgracia de las personas honradas es que son cobardes. Puede que tampoco en esto tuviera razón, pero es evidente que eso mismo es lo que piensan quienes, a través de una política de hechos consumados, están pisoteando los restos de la decencia social, y con ellos las últimas oportunidades de esta forma de convivencia. Creen que nadie –entre los honrados de Voltaire– sabrá oponerse a esta revolución silenciosa, administrativa, porque la derecha social es gente de orden, y en el caso de que salgan a la calle, aunque sean millones, lo harán con esa urbanidad casi pueril. Sí, quizá nos pierde la buena educación. Pero eso va a dejar de ser un problema, según vayan creciendo las generaciones maltrechas de la escuela socialista.