El búmer (mejor que boomer), nacido durante el baby boom en los años del desarrollismo, es el principal obstáculo para impulsar un cambio real en España. Él no lo sabe porque cree que en cada cita electoral vota por el cambio —que es como el sistema llama a que todo siga igual— y no repara en que el trueque de cromos rara vez se traduce en un golpe de timón.
El ruido permanente es la gasolina con que el búmer prende la llama de la regeneración, el prestigio de las instituciones y otros lugares comunes como la moderación, aunque esto último ni se lo cree. Le han convencido de que es el momento de la política y de aquí sólo saldremos con grandes pactos de Estado. Tan pronto invoca el consenso como se declara enemigo acérrimo del sanchismo. El PSOE es otra cosa. Ahí está el bueno de Page. Y no sólo don Emiliano, ¿acaso no has escuchado lo último que han dicho Felipe y Guerra? A Sánchez le quedan dos telediarios.
Luego llegan las elecciones y los disgustos. Sin percatarse, el búmer vive en un síndrome de Estocolmo permanente. Cuando sus medios de confianza tocan el silbato, él acude a las manifestaciones multitudinarias los fines de semana y luego, cuando la masa desborda al convocante y sus objetivos, esa misma fuerza dominical es reconducida al redil del salón de casa. Con habilidad, la protesta callejera es desactivada y transformada en otros canales de indignación, el más frecuente es WhatsApp, aunque hay medios más clásicos como enviar un audio al programa de radio de los locutores habituales.
Si además pisa moqueta, el búmer está encantado de contribuir al mejor periodo de la historia de España. Y nada menos que en el templo de la palabra. Esos agujeros que ve usted en el techo son los impactos de los disparos de Tejero, ese día la democracia pendió de un hilo, pero gracias al emérito derrotamos a los golpistas. Desde entonces todo son libertades y progreso, aunque a veces haya altibajos. Como los indultos y la amnistía que, al fin y al cabo, debemos olvidar cuanto antes porque no podemos contribuir a la crispación, eso beneficia a Sánchez. Ni estar siempre enfadados y mucho menos cuando nos enfoquen las cámaras, sonriamos, pues al parlamento uno viene a departir con quien haga falta, al estilo Borja Sémper: ni Sánchez ni Abascal, Rufián.
Antes se podía hablar con Carrillo y no pasaba nada. Pero el populismo lo ha degradado todo. Dentro y fuera de nuestras fronteras. En breve son las elecciones en Estados Unidos. Esta Kamala es la sucesora del católico Biden, eso dicen en la COPE, así que vamos con ella. Si gana Trump será por la propaganda rusa, que está por todos lados. También en España: quien quiera parar la guerra de Ucrania es porque está a sueldo del Kremlin. Hay que empezar a sospechar de quien pida un Bloody Mary demasiado cargado de vodka.
Tampoco les culpemos en exceso. Son muchos años de Guerra Fría a las espaldas. La bumerada se quedó en el Muro de Berlín y Normandía, cree que el mundo es una película de Hollywood de buenos y malos y que el globalismo es comunismo. Ese estado de ánimo (¡que vienen los rusos!) mantiene a flote el modelo izquierda-derecha confeccionado en 1945, por eso quien quiera echar a Sánchez debe someterse al PP sin rechistar.
Menos inocente parece el búmer cuando ha de afrontar las grietas del sistema. Natalidad, vivienda, precariedad laboral, inmigración descontrolada… ahí se levanta el muro intergeneracional. Si estos jóvenes no se compran una casa y tienen hijos es porque no quieren, ¿acaso se privan de Netflix y las aplicaciones de comida a domicilio? A mí que me registren, que vine al mundo cuando la natalidad rozaba los tres hijos por mujer y el paro era un chiste. Si hoy nacen 1,16 niños por madre y acusas al carpe diem de legarnos el aborto y el desapego a la nación, el búmer echa balones fuera y dice, como Ortega y Gasset desencantado con la Segunda República, «no es esto, no es esto».
Todos somos hijos de nuestro tiempo y el búmer lo es del mito del 78. Da igual donde milite porque lleva el bipartidismo a cuestas y al final, como el perro de Pavlov, vuelve obediente al redil cuando oye la campana. No concibe la dicotomía España o el 78, por eso no entendió lo de rodear Ferraz.
De todo esto me acordé ayer, 3 de octubre, séptimo aniversario del discurso pronunciado por Felipe VI contra el golpe separatista. Qué me gustaría que aquellas palabras no fueran una ensoñación.