«Por vos shusheta, cana, reo y mishiadura» reza uno de los versos de El Choclo, el tango más famoso de la historia. «Shusheta» es una voz que viene del lunfardo y que a su vez procede del genovés sciucetto, que significa delator. Decía Borges que el lunfardo era «un vocabulario gremial como tantos otros. Es la tecnología de la furca y de la ganzúa». Es decir, de delincuentes y barrios bajos. Tras una evolución del vocablo un tanto compleja, a los pijos en Argentina se les denomina «conchetos» o «chetos».
En mi época, ellos se llamaban Borja y ellas Cuca o Piluca. Ahora son Cayetanos. Del Ford Fiesta blanco y el jersey amarillo, de las aventuras de Pocholo y Borja Mari a las zapatillas Pompeii y al barco. Del concierto de Taburete y la fiesta en el reservado a la Selectividad.
El profesor de universidad Miguel Miranda, orgulloso hijo de albañil y sin apellido compuesto, escribió una columna despreciando a los pijos, que ahora son Cayetanos.
El texto tuvo como percha el presunto cobro de comisiones ilegales en la compra de material sanitario durante la crisis del COVID por parte de Luis Medina y un tal Luceño (caso mascarillas). En su día, abril del año pasado, la publicación del artículo en El Periódico de Aragón pasó desapercibida, quizá por la baja calidad literaria del mismo.
El asunto es que ha sido rescatado para el ejercicio de Lengua Castellana y Literatura en la EBAU del País Vasco y ha desatado efímera polémica por ser considerado ofensivo. Cierto es que al autor se le desparrama algo parecido al resquemor en la opinión, algo similar a la inquina en el adjetivo hiriente y facilón.
No es la primera vez que se aprovecha el comentario de texto correspondiente a la prueba de acceso a la universidad para colar, más o menos disimuladamente, un odio de clase que nunca trae nada bueno. La Memoria Histórica que algunos pretenden ocultar nos enseña que, a efectos prácticos, la envidia fue generadora de no pocas atrocidades durante un tiempo afortunadamente pasado.
Ya en el año 1994, en los estertores del felipismo, la chavalería de Madrid que sufría el examen de Selectividad se las tuvo que ver con un equívoco —y bien escrito— artículo de prensa titulado Din, don, que criticaba subrepticiamente el poder del dinero y, de paso, acusaba de enriquecimiento «tras acomodar en la poltrona su escrotito» al señor de los bonsáis. Con todo, la controversia en aquella ocasión fue la pregunta por el significado de la palabra «pucelana». Se consideró injusto, ya que sólo la conocían los muchachos que leían el Marca. En el artículo de Miranda, como mucho, se habría podido pedir analizar el valor semántico de «gilipollas», «mamoneo» o «asco».
El cayetano es la «españolización» del «pijo» clásico, evoca algo más campero y torero, pero olvida la vida triste, salpicada de dramas familiares, de algún que otro conocido «Cayetano» inspirador del vocablo. En general, el cayetanío proviene de esa clase media, a veces no necesariamente acomodada, o no desde el tiempo necesario, que imita las costumbres de aquellos que creen superiores socialmente. Lo hace, en ocasiones, de forma burda: por la adquisición de «marcadores sociales», es decir, por la vía del consumo o los estudios que permiten el acceso a ciertos puestos gracias a los cuales se envía un mensaje de éxito social al resto. Alcanzado cierto nivel, tales «marcadores» pueden ser todavía más sofisticados y basarse en la imitación de costumbres y actitudes que se consideran «de buena crianza». Sólo el tándem Azcona-Berlanga o Ussía y Barcaiztegui han entendido la idiosincrasia del cayetanío supremo: la aristocracia española, llena de arcanos que fascinan a los profanos.
En cualquier caso y al margen de lo anterior, la frontera que separa al pijo del hortera es casi inexistente.
La insistencia con el «cayetano» es aburrida. De hecho, en España rara vez se habla del pijo progresista, el bohemio-burgués, bastante más divertido que el otro. En general, el «bobo» es una criatura surgida del sector terciario y, por tanto, adoradora del asfalto. Suele crecer en terrenos fértiles como los medios de izquierda y el artisteo de toda clase y condición. Aunque no exclusivamente. Su transversalidad, basada en el «liberalismo internacionalista», pleonasmo, amplía sus hábitats a la universidad y a cierta intelectualidad orgánica.
Quizá Miguel Miranda, desde la Academia y su «fobia y repelús» al Cayetano, encuentre en un Berna, en un León o en una Rita, un modelo aspiracional que le resulte menos difícil de tragar.