A veces, uno siente el cansancio de la palabrería política con el mismo sentimiento que Luis Cernuda: «Estar cansado tiene plumas/ tiene plumas graciosas como un loro,/ plumas que desde luego nunca vuelan,/ mas balbucean igual que loro». El anti-loro sería que las obras fuesen amores, como sabiamente pide el desesperado refrán de un pueblo harto de que le den gato por liebre.
Estaría muy bien que se exigiese, antes de la palabrería, un certificado de credibilidad acreditada. Tampoco tendría que ser extremadamente exigente. Bastaría con que el político en cuestión, antes de colocarnos sus palabras, palabras, palabras, que diría un desesperado Hamlet, hubiese hecho o propuesto algo práctico sobre esa cuestión en concreto. Lo zanjó con un aforismo afilado Sánchez Ferlosio: «Lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere».
Veamos algunos ejemplos de una aplicación elemental de la ley de causalidad. Quien hable del medio ambiente, recibirá nuestro aplauso, bien, todos queremos conservar la naturaleza, pero que nos explique antes su negativa a la energía nuclear, la más limpia y eficiente que tenemos a nuestro alcance. ¿Y qué pasa con el impacto medioambiental, presupuestario y paisajístico de las llamadas renovables?
Si retoman la defensa nacional —y yo lo he aplaudido porque entiendo que toca sin remedio, tras el revolcón al tablero internacional— pero se ríen del honor y de la historia de España, ¿cómo se puede defender lo que no se ama? Sin virtudes fuertes, no hay fuerzas armadas. Claman contra el machismo, pero permiten una masiva inmigración multicultural poco respetuosa —por decirlo delicadamente— con los derechos de la mujer. Y hacen leyes contra la violencia de género que han terminado favoreciendo, como se les advirtió, a los violadores. ¿Es demasiado pedir que, para hablar de feminismo, se gaste cuidado con los efectos llamada y se persigan implacablemente los delitos sexuales sin cabriolas?
Predican la importancia de la educación, pero degradan el nivel académico y desprecian el esfuerzo y el mérito. Elogian, oh, oh, el pensamiento crítico, pero siempre que la crítica se dirija a los contrarios a su ideología, eh, eh. Hablan de combatir la despoblación rural, pero centralizan servicios y ahogan a los pequeños municipios y las explotaciones rurales con normativas imposibles de cumplir. Contra el suicidio demográfico no apoyan a los matrimonios jóvenes.
Proclaman el cuidado de la infancia, pero promueven políticas que debilitan la familia y la sustituyen por el Estado. Se declaran amantes de la cultura, pero subvencionan cine que nadie ve y desprecian nuestra tradición cristiana y clásica, que es como regar un árbol cortando sus raíces. Hablan de solidaridad social, pero persiguen la propiedad y el ahorro. Ni crean trabajo ni permiten crearlo. Como remate, mucho bla bla bla con la democracia, pero socavan las instituciones, funden la separación de poderes y concentran la influencia en manos de una camarilla moncloíta.
Quizá en mis ejemplos a vuelapluma se nota el sesgo conservador. Lo reconozco sin problema, pero no en la crítica a una palabrería vana que se harta de denunciar problemas que no arregla o que, incluso, empeora, o hasta crea. Las soluciones que yo he sugerido son mías, de acuerdo, pero las que no hacen los que no paran de hablar no son de nadie, porque brillan por su ausencia. No es mi política lo que yo pido, que ya la pediré con mi voto, sino que todos los políticos demuestren un compromiso real, realista y riguroso en atajar los problemas de los que hablen. ¿Cómo no recordar al Cid y a su fiel Alvar Fáñez, Minaya, cuando este último, harto de palabrería vacía, espetó: «Lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?»? Hasta para las promesas se debería exigir un certificado de credibilidad que consistiese en el sentido común de las medidas propuestas, en que fuesen hacederas y sencillas, directas, posibles, contrastadas en otros países. Necesarias ya lo son sin duda.