Los progres han abusado tanto de la palabra-venablo «fascista» —arrojada a quien no guste de las mujeres con pene, cuestione la “emergencia climática” o ponga pegas a la inmigración masiva— que han desactivado las alarmas que deberían encenderse cuando entra en escena un fascista de verdad. Porque haberlos, haylos.
¿Creyó Tucker Carlson estar ensanchando una ventana de Overton injustamente oprimida por la «reductio ad Hitlerum» cuando llevó en septiembre a su programa al cantamañanas filonazi Darryl Cooper? No lo sé. El hecho de que Carlson corriera a Moscú a entrevistar a Putin o a su ministro Lavrov —siendo el régimen ruso algo parecido a un fascismo 2.0— permite temer lo peor. Y es un comunicador de enorme influencia en la nueva derecha norteamericana: la conversación con Cooper ha sido vista por más de 30 millones de personas. Cooper sostuvo que Churchill fue el causante y «villano principal» de la Segunda Guerra Mundial; es decir, no lo fue Hitler. También exculpó a Alemania de las tremendas matanzas —de prisioneros y civiles— cometidas por la Wehrmacht en la URSS, explicándolas como comprensibles fallos de logística.
Que el bando angloamericano representaba la civilización y el nazi la barbarie en 1939-45 no es un dogma woke que debamos desafiar en un transgresor ejercicio de iconoclastia anti-progre: es, simplemente, la verdad.
Estábamos ya acostumbrados a que la izquierda denigrase a Churchill: hace tiempo que es zaherido como racista y machista. La novedad es que ahora cierta ultraderecha se suma a la demolición del orden moral de 1945, basado en la certeza de que Churchill y Roosevelt derrotaron a «la peor tiranía de la Historia» (la más «destructora del alma», soul-destroying, dijo Churchill). Stalin fue un aliado impuesto por las circunstancias, y desde 1946 los occidentales pasaron a la contención anticomunista a través de la creación de la OTAN y de la República Federal Alemana, el puente aéreo que salvó a Berlín del bloqueo soviético, etc. Seguiría un pulso de medio siglo que terminaría en 1989, de nuevo con la victoria de las democracias.
Cooper, aplaudido por Carlson, acusó a Churchill de «belicismo». Claro, Churchill fue la voz que clamó en el desierto del appeasement, la ceguera voluntaria de la clase política franco-británica frente al rearme alemán y los planes hitlerianos de dominio continental (que incluían el exterminio de buena parte de la población de Rusia y Europa oriental y la esclavización de los supervivientes: Generalplan Ost). Churchill tenía los conocimientos históricos y experiencia personal necesarios para reconocer a un fanatismo inapaciguable, intratable. Su experiencia era la del Islam radical, al que se había enfrentado -participando en la última gran carga de la caballería británica en la batalla de Omdurmán, 1898- en Malakand (Punjab) y Sudán. Escribió sobre el Islam: «Fue propagado originalmente por la espada y desde entonces sus adeptos han estado sujetos, más que la gente de otros credos, a este tipo de locura. […] La religión de la sangre y la guerra se enfrenta a la de la paz. Afortunadamente, la segunda suele estar mejor armada». Churchill supo enseguida lo que significaba el Führer porque antes había luchado contra el Mahdi.
Si Gran Bretaña y Francia hubiesen hecho caso del «belicismo» de Churchill, Hitler hubiese podido ser frenado en 1936, cuando aún no había tenido tiempo de armarse, y los 50 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial habrían sido evitados. Incluso en septiembre de 1938 —fecha de la claudicación de Múnich en la crisis de los Sudetes— una coalición anglo-franco-checoslovaca hubiese podido resistir al nazismo con más garantías que en 1939 (la industria militar checa era muy potente; un tercio de los tanques con los que Hitler invadió Francia en 1940 eran de fabricación checa; en 1938 esos tanques hubiesen luchado contra él).
El destino de Europa se jugó en la tarde del 9 de mayo de 1940, cuando un Chamberlain quemado por el fracaso en Noruega busca sucesor reunido con sólo tres personas (Halifax, Churchill, Margesson), sin saber aún que al día siguiente la Wehrmacht va a arrollar el frente occidental y que Francia, Bélgica y Holanda caerán en apenas un mes. El favorito del rey Jorge VI y del establishment conservador era Halifax, pero el nombramiento recayó finalmente en Churchill. Un Halifax Primer Ministro hubiese buscado un entendimiento con Hitler (lo sabemos porque de hecho defendió negociar con la Alemania victoriosa desde dentro del Gabinete, al que Churchill le incorporó como ministro de Exteriores). Halifax no era filonazi, pero sí un sobrio realista que entendía la posición desesperada de Gran Bretaña a finales de mayo de 1940, con Francia fuera de combate y su flota a punto de caer en manos alemanas (lo impediría Churchill hundiéndola en Mazalquivir el 3 de julio), la flor del ejército británico atrapada en Flandes (serían rescatados in extremis en las playas de Dunkerque), la URSS aún aliada con Hitler y suministrándole materias primas, EE.UU. todavía muy lejos del conflicto… Los términos de paz de Hitler habrían sido magnánimos: seguramente hubiese permitido la supervivencia de Gran Bretaña y su imperio, si esta aceptaba el Nuevo Orden fascista. Habría tenido entonces manos libres para aplicar su proyecto de conquista genocida de un Lebensraum oriental, probablemente atacando a la URSS, a la que habría vencido, pues habría golpeado con el 100% de la potencia germana, en lugar de sólo con un 70%, como haría en junio de 1941 (el 30% restante estaba comprometido en la continuación del pulso con los británicos). Un Hitler dueño de toda Europa continental habría resultado invencible después. La Historia mundial habría sido mucho más sombría.
Churchill, modestamente, diría en sus memorias que él se limitó a hacerse eco del rugido de lucha hasta la muerte que emanaba ya del pueblo británico. Pero eso es falso: lo cierto es que los ingleses arrastraban los pies para combatir y cundía el derrotismo fatalista que ya había paralizado a los franceses («¿Merece la pena morir por Danzig?»). Fue el propio Churchill quien contagió primero a su gabinete y después al pueblo una electricidad espartana de resistencia sin cuartel. «Si han de llegar los últimos días de esta isla, que sea cuando el último inglés yazca empapado en su propia sangre». «Lucharemos en los mares y océanos, lucharemos en las playas, lucharemos en las colinas…».
Los revisionistas a lo Cooper conciben la IIGM como una simple «lucha por el poder»: Gran Bretaña le habría aplicado a Hitler la misma doctrina de «balance of power2 que la había llevado a resistir a Felipe II en el siglo XVI, a Luis XIV en el XVII o a Napoleón en el XIX. Pero cuando se preguntó a Churchill en EE.UU. si luchaba por el 2equilibrio de poderes» en Europa, respondió: «Balance of power? No, the balance of virtue». Era consciente de que estaba en juego, no sólo el poderío relativo de UK y Alemania en el escenario mundial, sino la civilización misma. Sabía que era una lucha entre democracia y totalitarismo.
Ya el 24 de marzo de 1933, el día en que el Reichstag entregaba al Führer un poder absoluto con la Ermächtigungsgesetz, Churchill explicaba en el Parlamento británico por qué el nazismo era el mal: «[Representa] el espíritu de ferocidad y de guerra, el maltrato implacable de las minorías, la denegación de las garantías normales de una sociedad civilizada a un gran número de individuos por el hecho de pertenecer a la raza incorrecta […]». Alemania, decía en la BBC en 1934, «ha caído en manos de una banda de hombres sin escrúpulos que predican un evangelio de intolerancia y orgullo racial; hombres que no están restringidos por la ley, por el Parlamento o por la opinión pública».
Churchill no fue sólo un patriota británico; fue también un liberal y un demócrata, el último en una Europa anegada en 1940 por el totalitarismo de uno u otro signo.
Frente a un Hitler que el 8 de noviembre de 1938 -¡el día de la Kristallnacht!- preguntaba irónicamente si «Dios ha entregado la definición de la democracia a gente como Churchill», el inglés sabía explicar muy bien por qué UK era una democracia y Alemania no: «Aquí nadie cuestiona la imparcialidad de los tribunales de justicia. Aquí a nadie se le ocurre perseguir a un hombre por su religión o su raza. Aquí todos —menos los delincuentes— ven al policía como un amigo y un servidor del público [no como un esbirro del tirano]. Aquí afirmamos los derechos del ciudadano frente al Estado; aquí se puede criticar al Gobierno». O como dijo en otra ocasión: «Aquí, si suena el timbre a las cinco de la mañana, sabemos que es el lechero».
¿Y la URSS? Churchill fue siempre un anticomunista ferviente; en 1920-21 luchó por la intervención franco-británica a favor de los Blancos en la guerra civil rusa (“Reconocer a los bolcheviques sería como legalizar la sodomía”). Entre 1941 y 1945 subordinó su anticomunismo a la necesidad de vencer a un enemigo más formidable e inmediato: «Si Hitler invadiera el infierno, yo haría un discurso a favor del diablo en la Cámara de los Comunes». En las últimos meses de la guerra, Churchill, sabedor de que Stalin no respetaría el compromiso de elecciones libres en los países que ocupara, intentó salvar lo salvable: una intervención militar británica en la guerra civil griega impidió en diciembre de 1944 que los comunistas tomaran el poder; también propuso a Roosevelt suspender el previsto desembarco en Provenza (agosto de 1944), sustituyéndolo por una ruptura del frente italiano que permitiese a británicos y americanos llegar rápidamente a Viena y disputarles Centroeuropa a los soviéticos. Pero el Roosevelt declinante (moriría en abril de 1945) casi sintonizaba más con «Uncle Joe» Stalin que con el aristócrata británico, al que ahora veía como anticuado imperialista. Churchill llegó incluso a solicitar a su estado mayor planes de contingencia para un ataque angloamericano contra los soviéticos en junio de 1945 (“Operation Unthinkable”), que habría supuesto el paso de la Segunda Guerra a la Tercera sin solución de continuidad. El informe desechó cualquier posibilidad: los recursos militares soviéticos superaban a los occidentales por tres a uno. En marzo de 1946 (discurso de Fulton), Churchill fue el primero en exigir un giro anticomunista en la política occidental: «Desde Stettin a Trieste, una cortina de hierro ha caído sobre Europa». Como en sus advertencias antinazis de los años 30, muchos le llamaron agorero y belicista. Pero su voz fue escuchada y el resultado fue la doctrina Truman y el Plan Marshall.
Y no, Churchill no fue un genocida que deseara masacrar indios en Bengala. La hambruna de 1943 fue producida por un ciclón; no se pudo enviar grano desde Birmania —como se había hecho en catástrofes anteriores— porque los japoneses habían ocupado el país y amenazaban la propia India. Hubo envíos desde Irak y Australia, pero fueron insuficientes. En 1943 la guerra estaba lejos de haber sido ganada y muchos millones pasaban hambre en la propia Europa.
«No es una guerra por Danzig o por Polonia. Luchamos por salvar al mundo de la pestilencia de la tiranía nazi y en defensa de todo lo que es más sagrado para el hombre», dijo Churchill el día que UK y Francia declararon la guerra a Alemania. Hoy también se nos llama «neocons anclados en la Guerra Fría» a quienes advertimos, por ejemplo, del eje totalitario Rusia-China-Irán-Corea-Venezuela. Churchill será siempre una inspiración para nosotros.