Tiene un trabajo que le gusta, es redactora en la sección de cultura de una pequeña radio, no le pagan demasiado, pero le da para vivir en un pequeño estudio y para mantener -no sin dificultades- su viejo coche en funcionamiento. Brad, porque todas las personas de bien le ponemos nombre a los coches. Se llama Lucía González, es treintañera, soltera y quizás le sobren unos kilos. Suele vestir de negro con ropa cómoda.
Para la madre de Lucía, las características de su primogénita son sólo propias de una perdedora, de alguien fracasado y de imposible recuperación para la vida «normal». Acosando a su hija constantemente para que abandone los hidratos, salga a correr o compre otro tipo de ropa, y sin decirle gorda explícitamente a la cara, ante la feliz boda de su bellísima segunda hija, fruto de un segundo matrimonio, confiesa abiertamente su miedo a que aparezca «gorda como un sapo, de negro y sin novio».
Porque el hilo conductor de la serie es una apuesta, la que hacen madre e hija, después de que Lucía oiga la dura crítica materna. En juego, una casa en Torrevieja. Si para la boda de su hermana, ella adelgaza, aparece vestida de manera que le favorezca y además va acompañada de un novio que su madre considere «un buen partido», entonces ganará. Tiene un plazo de doscientos setenta y cinco días.
Al día siguiente, y debido a la desaparición de la psicóloga que trabajaba en la emisora, se ve abocada a su sustitución sin guión previo. Sin experiencia como locutora ejerce de consejera sentimental, y para salir del embrollo y ante el pánico que produce el micro, cuenta la apuesta con su madre en el aire. Primero lo hace como si fuera la historia de una amiga, hasta que ante su compañero y estrella del programa, un hombre guapo y conquistador del que está enamorada en silencio, confiesa: «La gorda soy yo»
La pregunta es, sin duda, si es necesario cambiar. Según los criterios de la serie, adelgazar y tener pareja son una panacea supraterrenal que hace que la felicidad entre por las puertas de la vida y se instale en ella para siempre. Entendiendo que son sólo guiones y que el personaje de la madre de Lucía es solo ficción, –por despiadada, déspota y desnaturalizada que sea, me cuesta entender el sentido de la serie.
Estereotipos del todo denigrantes, como hablar de personas con kilos de más, como sapitos, o de señoras de clase alta, como cínicas y superficiales, no son más que señuelos para la trama de los capítulos. Poco acertados desde mi punto de vista. No logro encontrar algún atractivo más a los epítetos vejatorios. Me atrevo a imaginar que, como ya sucedió en «Betty, la fea», Lucía encontrará el amor, adelgazará, dejará de vestirse de negro y entonces sus complejos, el sentimiento de inferioridad que le hace «no tener piedad con el mundo de la repostería», y su baja autoestima se irán de un plumazo.
Por lo visto una mujer para ser feliz tiene que estar delgada, vestir con colores y tener novio. Lo que me pregunto es si entonces, el resto de mujeres de treinta y pico, sin pareja y sin talla pequeña, que no quieran o no puedan cambiar, son unas perdedoras.