Las primeras luces anaranjadas de la tarde caen sobre el Atlántico y compiten en belleza con el júbilo y las carreras de los niños en su primer día de playa. Ven el mar y en sus caras, aunque tapadas por gorros, muestran un asombro como de Núñez de Balboa avistando el Pacífico. Se acercan a la orilla y el entusiasmo es pronto algarabía. Han visto algo más que la inmensidad azul del océano.
Un rumor recorre la playa, aparecen los primeros teléfonos para grabar una escena que los mayores no habían visto nunca y los más pequeños encuentran a la primera de cambio. Una familia de delfines (algunos dicen que cinco, otros cuentan un sexto) avanza en manada cerquísima de la orilla. Parecen desorientados, eso asegura alguien que señala la lancha que los conduce mar adentro, hacia poniente, quizá procedentes del espigón cercano que protege el puerto deportivo. Los mayores emergen de las sombrillas a ver el espectáculo, disfrutan como niños de los saltos delfinescos y rescatan viejas historias que hablan de delfines huyendo de tiburones en la zona. Uno es novelero, así que comenta que la tarde se pone para releer Moby Dick o versionar una edición andaluza.
El sol agosteño desciende pero no se apaga, sigue calentando la jornada vespertina que sólo muere cuando las gaviotas más hambrientas revolotean en busca de los restos de bocadillos y galletas que los niños dejan a su paso. Huele a empanadas, salchichón y chocolate. También a bolinhos de Berlim, el dulce típico de la cercana Portugal que venden señores con canastos a pie de arena.
La bajamar regala una orilla extensísima. Llegan las palas, cubos y rastrillos para levantar castillos de arena, ahora sin riesgo de que las olas derriben los muros donde niños y mayores se encuentran en cada generación. Se acerca alguien impoluto de arena —siempre ocurre— a decir que la muralla no es lo suficientemente firme y que el canal por el que debe entrar el agua es poco profundo. Habla, pero no baja al barro.
Superada la emoción, todos hacen a los delfines en alta mar y el padre vuelve al refugio de la sombrilla. Allí ojea (alguien escribió que optimismo es bajarse un libro a la playa con niños) las cartas de Pedro Salinas a su amante Katherine Whitmore, el epistolario secreto del gran poeta del amor. Todo adquiere una atmósfera de cuadro de Sorolla, la belleza es tan desbordante que hasta hay que pellizcarse para comprobar que no es un sueño. Pronto caemos en la cuenta que no, que cuando mejor se está es cuando llega la retirada. La belleza de lo efímero. Lo efímero de la belleza.
Quizá nos aferramos a todo ello porque a la vuelta aguarda la realidad, tan desagradable e inoportuna. Leemos que aumentan las iglesias desacralizadas convertidas en discotecas. O que el jefe de la Policía de Manchester se dirige a los ciudadanos por televisión con un salam ailekum para dejar claro quién manda aquí. El Gobierno británico arresta a quienes emiten opiniones contrarias al poder mientras en España el nuestro amenaza con replicar el modelo. A disentir de los dogmas oficiales lo llaman delito de odio.
Pero aún no. Todo eso queda lejos. Démonos al menos cinco minutos más bajo este cielo andaluz.