Últimamente he escrito un montón de artículos (aquí y allí) de política impura y dura, incluso de estrategia electoral, con perdón. Quizá no sea el mejor lugar La Gaceta para un cambio de tercio. Los lectores y los columnistas de esta casa estamos especialmente preocupados por la cosa pública en España, en la Iberosfera y en el mundo; que no es para menos. Sin embargo, un poema de Ricardo Calleja me ha convencido de pasar de las banderillas a la muleta, todo más hondo, más lento y más quieto, al natural y rematando con un pase de pecho. Dice el autor de Lugares comunes: «Al ser humano se le han dado dos/ modos de alcanzar/ el sentido de su vida y existencia.// El primero es pensar y siempre falla/ pues nuestro razonar se impacienta/ al ver que los círculos no cuadran.// El segundo es amar y es tan concreto/ que puede parecer perder el tiempo».
Me recuerda, además, que se acercan o ya están aquí las vacaciones. Es o será cuando tenemos más tiempo para perderlo —en apariencia— atendiendo a los nuestros. Porque está muy bien pensar, debatir, discutir, teorizar, escribir, sistematizar y reflexionar, pero no debemos olvidar que el círculo de nuestras relaciones es el que tenemos que cuadrar a toda costa, por su felicidad y la nuestra. Lo que tiene, además, una significación política. Pedro Sevilla, excelente poeta comunista, recordando sus años de juventud y lucha clandestina, clavó en un endecasílabo la dimensión pública de la vida íntima que ellos siempre han visto y ejercido: «Hicimos el amor en pie de guerra».
La fe de sus hijos depende más de cómo juguemos en la playa o recemos juntos (y solos) que de la postura política de la Conferencia Episcopal
Nuestros amores también dan la batalla política, y cada vez más. ¿No defendemos la libertad de expresión y pensamiento? Pensemos entre los nuestros, con ellos. Si nos preocupan los ataques a la familia, fortalezcamos la nuestra hasta hacerla inexpugnable. ¿Que se olvidan la tradición, la historia, el amor a la tierra? Paseemos, visitemos los lugares más significativos, cumplamos con los ritos de cada verano. Si usted es creyente, no olvide que la imagen de Dios Padre que quedará en el alma de sus hijos será la que por analogía extraigan de su comportamiento; y lo mismo la de María, si usted es su madre. Lo sé por experiencia. La fe de ellos depende más de cómo juguemos en la playa o recemos juntos (y solos) que de la postura política de la Conferencia Episcopal, gracias a Dios.
Creyentes o no, es una cuestión crucial. La pulsión de fondo de la izquierda postmoderna es un odio sordo a lo que hay. «La realidad es reaccionaria», han detectado con tino. El nihilismo es, en consecuencia, su agenda oculta. Saquen ustedes, si no, el mínimo común denominador de su ecologismo antihumano, de su afán por la cultura de la muerte (aborto, eutanasia), de su antinatalismo por defecto, de su alergia a la familia, de su rabia a la civilización, etc. Por eso, el amor es el antídoto total. Amemos la naturaleza, a los amigos, a la familia, a las rutinas… Nos lo advirtió Chesterton cuando decía que no se pelea con odio al de enfrente sino con amor a lo de detrás. Y Tolkien recogió el testigo con ecos épicos: «Por todo aquello que vuestro corazón ama de esta buena tierra, os llamo a luchar, ¡hombres del Oeste!»
El amor nos echa el pie a tierra. Lo que no significa que nos aleje de la batalla de las ideas
Nos soñamos dando la gran batalla, esto es, disertando irresistiblemente desde la tribuna pública o escribiendo el argumento incontestable que movilice a las mejores mentes de nuestra generación. El amor nos echa el pie a tierra. Lo que no significa que nos aleje de la batalla de las ideas. El intelectual Alfonso Lazo, histórico del PSOE aunque ya no, advertía hace poco: «Lo que está ocurriendo en Occidente más que una crisis política es cultural». Como el hoplita griego, que apenas defiende dos metros a la redonda, pero cuyo escudo es esencial para salvar la vida de su compañero y así uno a otro, sucesivamente, todos, manteniendo la formación. O para salirnos de las imágenes bélicas y volver a lo cotidiano, mi caso muy de rodar por tierra. Yo me imaginaba estudiando muy sesudamente (bajo mi sombrilla, a la orilla del mar de mi pueblo y a la brisa del Atlántico) las 527 páginas del ensayo Conservadurismo de Edmund Fawcett, pero mi mujer ha decidido que peregrinaremos una semana con los niños por el interior de la España calcinada sin parar de parador en parador. Contra todos mis arraigados prejuicios y sopesadas querencias, conducir —polvo, sudor y hierro— sin descanso con la banda sonora de la música de mis hijos preadolescentes martilleando mis oídos, es lo mejor que puedo hacer por España, por la Iberosfera y hasta por el mundo. Fawcett puede esperar.