De Suárez ya lo hemos escrito todo. Descanse en paz. Felipe González, lejos de la quietud de un jarrón chino, lleva la vida de un segundón de familia adinerada, languidece y se aburre en los consejos de administración y diseña joyas para sus amigos aún más ricos. Es un abuelo chic del barrio de Salamanca, ha colocado a su niño en una empresa de armamento y es probable que mire con perplejidad sus propias fotos de juventud -pana gruesa y tortilla de patata campera-, en aquellos tiempos de la clandestinidad de plexiglás. Nada de lo que ocurre ahora se entiende sin ese abogado sevillano de clase media, ni siquiera el hecho de que estén desapareciendo las clases medias. Eso no quiere decir que todo lo malo que nos aqueja se le pueda achacar a su persona, ni mucho menos, pero en Felipe mejor que en nadie -exceptuando a Janli Cebrián- se puede diseccionar a una generación que recibió la herencia más opulenta de la historia nacional, y que nos ha legado una especie de siglo XIX pero con muchas maquinitas.
Después vino Aznar, que en la noche de su primera elección tuvo que arriar a toda prisa las banderas victoriosas de Quintanilla de Onésimo, y recordar que hablaba catalán en la intimidad. Con ese argumento doméstico permitió que Pujol obligase a los niños a hablarlo en la escuela aunque fuesen hijos de un guardia civil de Almendralejo. Aznar encumbró al progre Arriola y con él hizo realidad la profecía de Ricardo de la Cierva, “la derecha sin remedio”, porque desde entonces el PP emprendió su larga marcha hacia el centro, una ruta interminable -por la sencilla razón de que les falta una referencia diestra- que no se ha detenido ni siquiera en el acuerdo amistoso con el Partido Comunista chino. Como dijo Alfonso Guerra, de dónde vendrían, para no haber alcanzado aún la moderación centrista.
Ahora, la propia naturaleza de esa evolución ha convertido a Aznar en un dinosaurio tardofranquista. No es cierto, claro, pero así se le aparece a esa generación de abogados del estado pop, los que se están haciendo con el PP gracias a sus oposiciones y a la ausencia de oposición, transformándolo en un partido tecnócrata, burocrático y único. Y en ese modelo -tan chino- Aznar molesta. Ahora es como el veterano de Flandes al que ponía voz Marquina: “Pasan años, cambian vidas/ y todo, a mi alrededor/ por disimular lo que es, se asombra de lo que soy.”
Muy amablemente, Vidal Quadras ha invitado al expresidente a intervenir en la campaña de Vox, una especie de pacto del Majestic pero al revés. Para que luego digan que los catalanes no son generosos.
Pero Aznar no querrá. Sigue siendo el inexplicable presidente de honor de un partido en el que ya no caben ni Ortega Lara, ni Santi Abascal, ni Mayor Oreja. Casi ni hay hueco para Esperanza Aguirre, que la toleran porque no se la sacan de encima ni con la policía municipal.