Una de las reflexiones que Jorge Verstrynge desliza a sus más allegados es que cuando el poder recurre a la censura para neutralizar a sus enemigos su derrota es cuestión de tiempo. La mordaza, cada vez más visible y con adeptos en casi todos los medios de comunicación —¿por qué será?—, no sólo se cristaliza en la petición explícita de cerrar las redes sociales, sino también en lo que no cuentan.
En Francia el sistema se aferra al poder tras el pacto (en absoluto contra natura, véase lo ocurrido en Europa entre 1939 y 1945) entre liberales (Macron) y extrema izquierda (Melenchón) en las últimas elecciones legislativas donde ganó el partido de Le Pen. De vez en cuando nos enteramos (en las redes, no en los Open Arms media) de la cada vez más habitual quema de iglesias en el país vecino. Los motivos, como los de quienes clavan machetes al grito de «Alá es grande» los desconocemos. Son incidentes y rara vez merecen la atención de los grandes medios, ni mucho menos de plataformas como Netflix o de esos periodistas preocupados en que haya un James Bond homosexual. Las personas mueren y las iglesias arden. Circulen.
La última en combustionar ha sido la Inmaculada Concepción de Saint-Omer y del autor sabemos que era francés de pura cepa (rubio, ojos azules), había estado en prisión, era simpatizante de círculos islamistas e intentó destruir 15 templos anteriormente. De él sí nos han mostrado la cara, no así la del islamista de origen ruandés que mató a tres niñas en Southport (Inglaterra) y nos contaron que era inglés. Luego descubrimos que se llama Axel Rudakubana y su color de piel es negro.
Esta omertá es la práctica habitual en casi todos los medios, que a ejercer la censura le llaman periodismo responsable porque contar la verdad ha dejado de ser una opción en las redacciones. Abramos el melón: ¿Qué son unas niñas asesinadas comparadas con la verdadera amenaza, la cuestión esencial, la posibilidad de caer en la islamofobia y el racismo tal y como advierte Vinicius Júnior? Lo último es intolerable y nos muestra uno de los síntomas de la enfermedad que occidente padece desde hace décadas: la corrección política. ¿Pero es sólo corrección política, sin más? Es mucho más: es un indisimulado odio a la cultura propia, nuestra historia e identidad. Esta forma de censura rechaza las costumbres autóctonas y las cataloga como delitos de odio mientras favorece las foráneas (islamización, matrimonios forzosos, mutilación genital femenina…). En Londres, sin ir más lejos, detuvieron hace tres años a un pastor evangélico por recitar la Biblia en plena calle mientras permitieron días después a un conocido empresario musulmán llamar a los fieles a la oración el último día del Ramadán desde el mismísimo puente de la Torre.
Si de la manipulación masiva nadie se hace responsable mucho menos de la invasión (con todas las letras) migratoria que Jean Raspail anticipó en 1973 con El campamento de los santos, un futuro donde habría un choque civilizacional propiciado por escalas de valores y religiones distintas. Claro que Raspail jamás imaginaría que lo propiamente occidental en 2024 es la irreligión y el nihilismo, dogmas de fe instalados en todas las instituciones europeas.
El poder es más despótico que nunca y no deja resquicio alguno para la disidencia. Nos quedan las redes sociales y, si no doblegan a Musk como hicieron con Zuckerberg al que arrastraron por las orejas hasta el Senado, nos dejarán una autopista para que la información fluya al margen del mensaje monocolor que defienden los Escolares y Ferreras, Bustos y Garrochos o Expósitos y Marhuendas. Así, podremos enterarnos de que en Francia siguen quemando las iglesias que aún no se han convertido en discotecas, que han matado a cuchilladas a un policía en Alemania que se equivocó de enemigo o que tres niñas han sido asesinadas y lo que queda de Inglaterra se levanta contra la tiranía que además le ordena callar.