Tuve la suerte de visitar Venezuela varias veces. Antes y durante los primeros años de la dictadura chavista. Uno de mis mejores amigos se había instalado allí. Así que pude conocer esa capital de contrastes en la que convivían casas y edificios espectaculares con los paupérrimos ranchitos apelotonados en las colinas. Visité la gran sabana, Puerto La Cruz, isla Margarita, Los Roques, Choroní o Mochima. Y vi de cerca el efecto que provoca el socialismo, cómo un país riquísimo se desmoronaba.
La inseguridad que al principio sufrían determinados barrios de Caracas se fue extendiendo por todas partes. Y los principios democráticos se iban quebrando. Mi amigo tuvo que cambiar de residencia; harto de rejas y asaltos se trasladó a República Dominicana. Y desde entonces he seguido la actualidad venezolana con especial interés y cabreo. Porque sentía como mía aquella tierra admirable. Y porque deseaba a su buena gente un futuro mejor.
Hablo a menudo con alguno de los tantísimos venezolanos que se trasladaron a España para escapar de la dictadura. Y recuerdo en especial una conversación que tuvimos un grupo de amigos con uno de ellos hace ya bastantes años. Cenábamos en Valencia y el caraqueño —ingeniero industrial especializado en actividades petrolíferas— estaba espantado por los chicos de moda de la política española del momento: los podemitas. No podía entender que ocuparan tantas horas de televisión y, sobre todo, que contaran con la simpatía de unos medios que les apuntaban como probables actores políticos de la realidad española. Acabábamos de experimentar nuestro movimiento del 15-M. Y este grupo de políticos venidos de la universidad se estaba apropiando del descontento de los españoles para «asaltar los cielos», una épica que acabaría en carguitos, chalés y la creación de un partido copado por una pareja que sigue viviendo de aquel cuento. El ingeniero venezolano se llevaba las manos a la cabeza. Y discutía con varios progres de derechas que le quitaban hierro al asunto bromeando. La existencia de los podemitas era buena, decían, ya que movilizaba al electorado conservador. El ingeniero bramaba. ¡No tienen ni idea de quiénes son esa gente! ¡Si llegan al poder sólo los podrán sacar con los pies por delante! Aquella expresión se me quedó grabada. Y era cierta.
Esta semana, María Corina, una mujer de bandera, apareció de nuevo para capitanear al pueblo venezolano. Mostró lo que es una líder valiente. Y, de paso, volvió a retratar a los nuestros. A un Sánchez y a su maestro Zapatero que están pringados de Maduro. A mujeres que se dicen feministas y siguen sin decir ni pío a favor de aquella dirigente, a ministros que eligen bando sin dudarlo: el de los asesinos cubanos, palestinos o venezolanos. Ahora, todos ellos acaban de dar un paso más. Tras mentir, asociarse con delincuentes, indultar a golpistas y borrar los delitos de sociatas corruptos, presentan una ley para frenar las previsibles condenas de la familia del presidente.
Durante mis primeras visitas a Venezuela nunca pensé que aquel país tan rico pudiera deteriorarse así de rápido. Pero lo que jamás hubiera imaginado es que le fuera a pasar lo mismo al mío. Pobre Venezuela. Pobre España.