El separatismo catalán sacó a las calles barcelonesas a una muchedumbre el jueves 11. Era otro paso en su estrategia de forzar un conflicto en pos de su delirio secesionista. A estas alturas ya están desarrollados todos los argumentos imaginables para poner de manifiesto que es una patraña insostenible la invocada pérdida de una soberanía imaginaria en 1714; que el “España nos roba” no pasa de ser un eslogan mendaz y demagógico; que las comunidades autónomas son incompetentes para convocar referendos, llámense como se llamen; que no existe un presunto “derecho a decidir” de los catalanes para determinar cuáles han de ser las fronteras territoriales de España, y que el intento de promulgar una ley autonómica “de consultas” no logra encubrir el designio de dotar de apariencia legal un referéndum destinado a desafiar la integridad territorial de España proclamada en la Constitución. Todo esto, como digo, ya está expuesto de todas las formas imaginables. Los separatistas, sin embargo, como era de suponer, siguen y siguen sin mover un milímetro su estrategia.
El Gobierno, por su parte, parece dispuesto a no entrar en una dinámica de reyertas verbales de barra de bar con los separatistas (en la que saldría sin duda perdiendo), y se prepara a hacer uso de los recursos que la Constitución y las leyes le ofrecen para impedir que de las palabras se pase a hechos con relevancia jurídica. Desde el punto de vista técnico esta actitud podrá ser irreprochable, pero políticamente ha permitido con su quietud que los separatistas hayan ido creciéndose hasta adquirir su actual capacidad de movilización de masas, que es lo primero que logran todos los totalitarismos que han triunfado en el mundo.
Nos dicen que en el momento en que las autoridades autonómicas catalanas adopten una resolución sobre la “ley de consultas”, el Gobierno procederá a aplicar el artículo 161.2 de la Constitución impugnando la resolución, lo que producirá su suspensión, que el Tribunal Constitucional (TC) deberá confirmar o levantar en un plazo de cinco meses. Todo queda, pues, fiado a lo que resuelva dicho Tribunal. Tanto el Gobierno como los partidos no separatistas parecen tener una confianza ciega en él, y eso me parece que en lugar de transmitir alivio debería llenar de zozobra a los ciudadanos, pues resulta imposible prever lo que este órgano vaya a decir, toda vez que tenemos precedentes sumamente inquietantes, como la sentencia sobre la expropiación de Rumasa por decreto-ley, en la que se estableció la doctrina creativa según la cual la expropiación no tiene por qué tener relación con el derecho de propiedad, y, además, el Gobierno que la perpetró ya avisaba que no lo volvería a hacer más. O el precedente de su memorable sentencia que declara conforme a la Constitución el matrimonio entre personas del mismo sexo, pues aunque la norma máxima establece que “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”, no dice que tenga que ser “entre sí”. O el precedente de haber sacado de la prisión a toda la dirección del brazo político de la banda asesina ETA. U otros pronunciamientos no menos pasmosos que, ciertamente, no invitan a mantener en ese Tribunal una fe precisamente inquebrantable. Más bien lo contrario.
Dejo esto dicho ahora para que el lector no abrigue unas esperanzas excesivas en nuestro Tribunal Constitucional y esté preparado para cualquier cosa. Desearía equivocarme, pero si por desgracia acertase en mi escepticismo, que nadie diga que no avisé.