Dicen que nos hacemos conservadores en la edad adulta y así suele ser en la mayoría de los casos. Un joven conservador tiene que ser muy precoz e inteligente —aunque ahora mismo usted se imagine un gafapasta con aspecto viejuno— para denominarse así porque el conservadurismo nace de la experiencia. Cuando era joven hablábamos de esta etapa que nos llegaría algún día como una fase de aburguesamiento vago, comodón y acrítico. A mí me venía a la cabeza una imagen bastante fea. Me veía sentada en un sofá con una bata de guatiné, con los rulos puestos y acompañada de un marido con su hermosísima tripa cervecera, que es el equivalente en el hombre a la curva de la felicidad, viendo la tele. Ambos, por supuesto, desinteresados de los vaivenes del mundo.
Una vez superada la caricatura mental que acabo de describir, y llegada a mi edad sin una bata de guatiné en el armario ni rulos, he comprendido que ser conservador está en las antípodas de ser un acomodado de la vida ajeno a los problemas de la sociedad. Al contrario, hoy en día luchar por preservar lo bueno del pasado y el legado que se nos ha dejado es lo más difícil y revolucionario que existe. Al parecer, también es síntoma de fascismo sobrevenido. Si quiere usted vivir cómodamente, hágase progre y abrace sin pensarlo dos veces todo lo nuevo que viene.
En la mayoría de los casos la madurez y la actitud —más que ideología— conservadora van unidas, porque esta última se va formando con la experiencia vital. La juventud cree estar descubriendo la pólvora todos los días. Es lógico. Se están estrenando en todo en la vida. Bendito estreno que no hay que despreciar cuando va acompañado de limpieza de espíritu, valor, fuerza e ilusión. Pero a medida que maduramos —proceso que algunos jamás llegan a experimentar aunque lleguen a los cien años—, vamos comprendiendo que la realidad es la que es, que no hay nada nuevo bajo el sol, que lo que nos sucedió a nosotros le ha pasado a cientos de millones de seres humanos en la historia del mundo, que no somos un caso único en ninguna materia y que nuestros padres no estaban tan desencaminados como creíamos de jovencitos.
Para entender esto tan sencillo es imprescindible volver nuestra mirada al pasado con el reconocimiento y respeto debido, dejar de arriesgarnos por quimeras estúpidas y dedicar nuestros esfuerzos a preservar lo que realmente prevalece a lo largo de la historia. Dicen que cuando somos padres descubrimos el auténtico miedo. Es verdad. Yo diría que, si no lo hemos hecho antes, es el momento de incorporar el principio de prudencia en nuestra vida y buscar un entorno estable y seguro en todos sus extremos, personal, jurídico y económico para que se desarrollen nuestros hijos igual que lo hicimos nosotros. Sin darnos cuenta hemos aceptado el legado que se nos ha dejado, lo hemos adaptado al tiempo presente y, de manera inconsciente, cada día elaboramos con nuestra conducta la herencia que dejaremos a los nuestros y a la sociedad.
En este proceso vital, sólo si hemos sido un poco listos, hemos aprendido que nuestros derechos van acompañados de deberes. Que nada se consigue sin esfuerzo y que, una vez que nuestra vida está asentada, tenemos el deber de seguir luchando por los derechos fundamentales básicos de los que queremos que gocen nuestros hijos: el derecho a la vida, a la libertad de expresión y a la propiedad privada. No hace falta decir que en España tenemos trabajo de sobra. Sea usted rompedor, hágase conservador. Sin miedo.
Como sociedad es necesario que indaguemos y analicemos nuestro pasado como nación para aprender de los aciertos y errores de los que nos precedieron, y ser capaces de extraer los valores, principios y hechos que han funcionado para preservarlos. Como dice Gregorio Luri, dialoguemos con la tradición. Tan necio es despreciar la propia historia como aferrarse al pasado de forma acrítica sin afrontar los cambios que cada época conlleva. El conocimiento es la defensa más eficaz de la que disponemos. Como el que va a coger a setas y se informa antes de cuáles son las venenosas.
Nuestro reto ahora mismo es ser conservadores racionales para preservar lo bueno de nuestro pasado frente al fetichismo progresista de la pseudomodernidad.