Hay pocas materias más trilladas en la tradición política europea que el tiranicidio, es decir, la práctica de matar al tirano y la eventual legitimidad de ese acto. Desde los antiguos griegos hasta los revolucionarios del XIX pasando por nuestros grandes de la Escuela de Salamanca, Erasmo, Lutero o De la Boetie, el pensador siempre se ha preguntado bajo qué condiciones es lícito acabar físicamente con un poder opresor e injusto. Como es sabido, uno de los nombres más eminentes en esta reflexión es el jesuita español Juan de Mariana (1536-1624). Hace unos años, Fernando Centenera dedicaba al asunto una estupenda tesis doctoral publicada como El tiranicidio en los escritos de Juan de Mariana (Dykinson, Madrid, 2009).
El tirano, en la tradición política europea, es en rigor el gobernante que actúa contra la ley y la viola en su propio beneficio contra el interés general y el bien común. Este matiz es importante: lo que hace tal al tirano no es su carácter despótico o su personalidad autoritaria (cuestiones que, al fin y al cabo, no dejan de ser simples rasgos subjetivos), sino muy específicamente el hecho de situarse por encima de la ley y torcerla en su provecho, es decir, un hecho objetivo. Mariana caracteriza al tirano con trazos muy concretos: es la antítesis de la figura del rey (que por naturaleza debe servir a su pueblo), menosprecia las leyes, impone nuevos tributos, perjudica a la religión del reino, sólo piensa en su utilidad, derriba a los ciudadanos sobresalientes, no permite las reuniones, se vale de guardias extranjeros y, en definitiva, se convierte en el enemigo público porque su ambición lesiona gravemente al conjunto de la comunidad política. Que haya llegado al poder usurpándolo o de forma legal es indiferente: en ambos casos es legítimo levantarse contra el tirano que así actúa.
A partir de aquí, el padre Mariana entra en una compleja casuística para examinar hasta qué punto es más o menos insoportable el poder del tirano y, en consecuencia, bajo qué circunstancias estaría justificado darle muerte. Por decirlo en dos palabras, la intensidad de la resistencia tiene que guardar proporción con la dureza de la opresión. Mariana no justifica la eliminación física en cualquier caso. De hecho, sólo la considera aceptable si el tirano ha llegado al punto de prohibir las reuniones públicas y con ello, por tanto, la posibilidad de que una asamblea (imaginemos un parlamento) corrija los vicios del mal gobernante.
Mariana escribió hace casi medio milenio. Hoy son otras las formas del poder, otros los rostros del tirano y otros también los instrumentos para resistirse al gobernante que retuerce la ley en su propio provecho y contra el bien común. En particular, hoy los ciudadanos hemos entregado voluntariamente a los Estados el monopolio legal de la fuerza precisamente para proteger nuestros derechos y, por esa vía, ponernos al abrigo de la injusticia, la arbitrariedad y… la tiranía. Cabe esperar que sean esas instancias las que actúen en defensa de la comunidad política. Si no lo hacen, entonces el ciudadano queda legitimado para tomar la iniciativa.
Del mismo modo, hoy el concepto de tiranicidio merecería ser reexaminado a la luz de las circunstancias de los sistemas políticos contemporáneos. Hay muchas formas de acabar con un tirano sin necesidad de una intervención física: en los tiempos de la comunicación total, de las sociedades en red y de las estructuras hipercomplejas, la oposición a la tiranía encuentra posibilidades insospechadas, desde la resistencia civil pasiva hasta la insumisión activa y, por supuesto, la acción concertada de los resortes clave de una sociedad al margen del propio sistema político. Lo que no cambia es lo sustancial: la convicción de que oponerse al tirano es una actitud absolutamente legítima. Una idea clave del pensamiento político europeo tradicional.