En un reciente e interesante artĆculo, Araceli Mangas reflexiona sobre la necesidad de una reforma constitucional en EspaƱa con argumentos de gran solidez, pero olvidando un hecho que dificulta enormemente por no decir que imposibilita hoy acometer tal tarea en nuestro paĆs: las distintas partes que deberĆan forjar un acuerdo para actualizar nuestra Ley de leyes discrepan en temas que afectan a los fundamentos mismos del actual orden constitucional, por lo que un texto que satisficiera o desagradase a todos por igual es materialmente imposible de redactar. La docta profesora de Derecho Internacional acierta cuando afirma que una coincidencia previa y completa sobre la reforma no debe ser un requisito para iniciar su revisión y pone como ejemplo las sucesivas modificaciones de los Tratados europeos. Sin embargo, la obligación de ser aprobadas por todos y cada uno de los Estados Miembros condena al fracaso cualquier intento de avance en la integración que no disfrute de la unanimidad. Por eso naufragó el proyecto de Constitución comunitaria que elaboró la convención presidida por ValĆ©ry Giscard dĀ“Estaing al no ser aceptado por Francia y Holanda.
Una Constitución no sólo es un conjunto de reglas de juego o un marco procedimental, contiene conceptos y valores profundos sobre una determinada visión de la sociedad y de la forma correcta de convivir en ella. En toda Carta Magna hay un determinado enfoque Ć©tico y una concepción antropológica. Por eso la Constitución de la RepĆŗblica IslĆ”mica de IrĆ”n, por poner un ejemplo notorio, es una monstruosidad contemplada desde una óptica ilustrada, democrĆ”tica y liberal. Si pretendemos mejorar la Constitución de 1978, obra magna y definitoria de la Transición, con el fin de corregir sus evidentes defectos, que el tiempo ha ido poniendo de relieve, y de adaptarla a los grandes cambios acaecidos en EspaƱa y en el mundo a lo largo de los Ćŗltimos cuarenta aƱos, es preciso que las fuerzas polĆticas que se sienten para emprender este aconsejable trabajo definan un campo comĆŗn bĆ”sico sin el cual no vale la pena seguir hablando. En la Transición casi sin excepciones los partidos que participaron en el proceso democratizador aceptaron la MonarquĆa como forma de Estado, la indivisibilidad de la soberanĆa del pueblo espaƱol, la unidad nacional, la autonomĆa de las regiones, la separación de poderes, el derecho a la propiedad privada y las libertades civiles y polĆticas esenciales de la sociedad abierta, por citar algunos puntos cruciales. Es obvio que en el perĆodo convulso en que han desembocado las cuatro dĆ©cadas transcurridas desde entonces semejante plataforma de arranque no existe y en cuestiones clave las posiciones no es que sean distintas, es que son contrapuestas y por tanto incompatibles. La idea de que Pablo Iglesias, Artur Mas, IƱigo Urkullu, Albert Rivera, Alberto Garzón, Pedro SĆ”nchez y Mariano Rajoy podrĆan articular un ambicioso, leal y constructivo pacto nacional para actualizar la vigente Constitución es o una ingenuidad o una quimera.
La Transición fue un hermoso sueƱo, una noble ilusión, que la realidad ha acabado liquidando para nuestra desgracia. La Ćŗnica manera de salvar aquel bienintencionado intento de superar nuestros demonios familiares consistirĆa en que las fuerzas polĆticas que siguen creyendo en los pilares del orden diseƱado entonces, y que son una rotunda mayorĆa, se uniesen como una piƱa frente a las que pugnan por destruirlo. Pero eso no sucederĆ” porque faltan la altura de miras, la firmeza de las convicciones, el sentido de Estado y la generosidad requeridas. Basta constatar la estrategia adoptada por el PSOE tras las elecciones municipales de mayo pasado para llegar a la triste conclusión de que los desgarros que descomponen a EspaƱa como empresa colectiva en este primer cuarto del siglo XXI son ya irreversibles y que solamente una catĆ”strofe como la que sin duda se avecina harĆ” reaccionar a los espaƱoles que, una vez consumado el desastre,Ā deberĆ”n reunir los trozos del derrumbe para volver a su enĆ©simo ensayo de vencer sus pulsiones autodestructivas. Nada me complacerĆa mĆ”s que equivocarme en este sombrĆo vaticinio, pero los signos de que este es el destino que nos aguarda estĆ”n ahĆ y crecen en intensidad cada dĆa que pasa.