«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Contemplar

27 de diciembre de 2024

En uno de sus ensayos, el filósofo Robert Spaemann reproduce esta frase de Wittgenstein: «A pesar de la miseria del mundo, la vida del conocimiento es la vida feliz». El laconismo de la cita es un reflejo del modo en que Wittgenstein acostumbraba a formular su pensamiento, de ordinario tras una lucha extenuante por reducir la expresión del concepto que se proponía transmitir a la limpia nitidez de una superficie pulimentada. Y aun así, los distintos eslabones de la frase encierran una pluralidad de sentidos que invitan a detenerse en ella. Para alguien que, como Wittgenstein, cargaba con un temperamento propenso a encarar cada una de las vicisitudes de la vida bajo una dolorosa tensión moral, “la miseria del mundo” remitiría a sus propios padecimientos personales, pero quizá también a la conciencia -compartida por el común de los mortales- de la finitud y la fragilidad de nuestra condición.  

Esa miseria a la que alude el filósofo vienés sería, pues, producto de nuestra naturaleza caída y limitada, pero lo relevante de su proposición es la voluntad de dejar abierto el acceso a una vía para superarla. Ahora bien, es esa palabra, «conocimiento», la que de nuevo nos sitúa frente a una encrucijada de interrogantes. Pues el conocimiento, entendido como a veces se hace, es decir, como mero acopio de datos desprovistos de un hilo que los hilvane y les preste una apariencia estructurada y coherente, no sólo no es garantía del logro de una vida cumplida, sino que muy bien puede constituir el germen imprevisto de nuevas modalidades de aflicción.

Sería extremadamente raro que a un espíritu como el de Wittgenstein, dotado de esa perspicacia analítica que acostumbramos a homenajear aplicándole la denominación de genio, se le escapara esta evidencia. No resulta en modo alguno plausible que al referirse a «la vida del conocimiento», Wittgenstein albergara un propósito de encomio hacia la figura del erudito acaparador de una ciencia estrictamente libresca, algo que, por otra parte, su agitada biografía se encarga de desmentir.

Entonces, ¿a qué podría querer aludir con semejante término? Entramos aquí en el resbaladizo terreno de las conjeturas. Aun a riesgo de atribuirle un sentido desviado a su reflexión, me inclino a pensar que cuando escoge hablar de conocimiento, Wittgenstein está refiriéndose al caudal de sabiduría que, bajo el influjo de las circunstancias propicias, surge del acto de la contemplación.

Contemplar significa hacer nuestro el objeto observado. Aprehenderlo. Quien contempla hace mucho más que reposar la mirada sobre un determinado fragmento de la realidad: lo interioriza. Y, al interiorizarlo, accede a un nivel de comprensión y de gozo que asume el cariz de una experiencia excepcional. Hay como un desvelamiento de la trama oculta de las cosas. Durante unos instantes, el enrevesado diseño del mundo adquiere ante nuestros ojos un perfil inteligible. Y algo más: la contemplación exige silencio; pero un silencio muy particular, el silencio de uno mismo, una desaparición parcial y transitoria de la propia consciencia a fin de que, de ese modo, nuestra percepción quede en una disposición idónea para proyectarse más allá de los datos tangibles.

Resulta comprensible que, a estas alturas del artículo, el lector albergue la duda de si lo que trato de describir es algo semejante a lo que acontece en el curso de ciertas prácticas de anulación del yo. Pero lo cierto es que me limito a intentar plasmar el ¿milagro? de una vivencia mucho más cercana. Si pienso en algún momento de mi vida en el que todos mis sentidos permanecieran absortos en la contemplación maravillada de una sola realidad, entonces debo remontarme a las semanas y meses que siguieron al nacimiento de mis hijos. Nunca, al margen de mi propia infancia, he sentido una avidez tan inmensa por absorber el prodigio vivo de lo que estaba sucediendo ante mí. Recuerdo que me quedaba mirando aquellos rostros tan recientes, enternecido por el descubrimiento de cada nuevo gesto y cada nuevo matiz, y era como si el tiempo quedara abolido. No era concebible que hubiera en el mundo un espectáculo igual. A diario, la vista y los oídos se recreaban en el descubrimiento de alguna expresión inédita, un gracioso fruncimiento de ceño, un balbuceo intrigante, el inesperado amago de una sonrisa. Que millones de padres hubieran pasado antes que yo por una experiencia análoga no mitigaba lo extraordinario del hecho; como tampoco lo ensombrecían las noches en vela o los episodios de llanto inconsolable.

Fue así como llegué a entender que el acto de la contemplación absoluta está íntimamente relacionado con la idea de celebración. La contemplación de lo vivo, la atenta observación de un ser cuya vida depende íntegramente de nuestro amor y de nuestros cuidados nos acerca al misterio de la existencia de una manera como jamás podrá hacerlo ninguna operación intelectual ni ningún acaparamiento de saberes. Como muy bien supo Wittgenstein, hay una escapatoria a la aridez a veces casi insufrible del mundo, un camino que, desde nuestro interior, nos conduce hasta un estado de gratitud y alegría, de deslumbramiento y conformidad que quizá sea lo más parecido a eso que, a lo largo de nuestro accidentado peregrinar por la tierra, llamamos felicidad. Pero hace falta un poco de humildad para merecerlo. Quiero decir: es imprescindible apartar la mirada de uno mismo, salir de la cárcel del yo y aprender a dar gracias por la abundancia indecible de todo lo que se nos ha concedido. Soy consciente, por lo demás, de que no hago ningún aporte original con estas líneas. A fin de cuentas, se trata de la misma lección que se nos viene repitiendo desde hace más de dos mil años, cuando, ante un humilde pesebre, un grupo de pastores y tres sabios llegados de Oriente se congregaron para contemplar, llenos de un estupor admirado, el nacimiento de un Niño llamado a transformar la Historia.

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