Es evidente que los corruptos persiguen mejorar su condición a través de sus delitos. Sus cohechos, prevaricaciones, tráficos de influencias, falsedades en documento público, blanqueos, amiguismos, nepotismos y colusiones entre lo público y lo privado tienen como fin conseguir un rápido y voluminoso enriquecimiento para acceder a lujos y placeres diversos, automóviles de alta gama, suntuosas residencias, restaurantes de muchos tenedores, ropa y complementos de marcas prestigiosas, yates de gran eslora y viajes en primera clase y hoteles de cinco estrellas a paraísos exóticos, todo aquello que el simple y correcto ejercicio de sus responsabilidades políticas, institucionales o corporativas no les permitiría alcanzar a lo largo de su vida. Por tanto, sus delitos son el camino a lo que ellos consideran una vida de calidad superior a la que disfrutarían si se comportasen honradamente. También está claro que se trata de personas carentes de motivaciones o referentes morales y cuya conciencia sobre el bien y el mal no es lo bastante activa como para apartarles de la tentación de meter la mano en la caja común. Parece pues lógico plantearse si, cuestiones éticas aparte, su objetivo de ser más felices y disfrutar de un mayor bienestar es satisfecho por los medios deshonestos que han utilizado.
Si acudimos a los numerosos casos conocidos en España en los últimos años, existe la suficiente hemeroteca acumulada para responder a esta cuestión. Vemos a hombres y mujeres que antes de salir a la luz sus fechorías tenían un aspecto lozano y saludable volverse demacrados y enfermizos, observamos a cuerpos orondos adelgazar de manera patológica, rostros relajados y sonrientes degeneran en rictus amargos y tensos, y cabellos oscuros adquieren aceleradamente la nieve de canas ominosas. Gentes que estaban habituadas a ir por el mundo siendo objeto de todo tipo de invitaciones, halagos y agasajos mutan de pronto en apestados sociales que no se atreven a salir a la calle por temor a ser insultados o a recibir los reproches airados de sus conciudadanos. Sus familias, con frecuencia inocentes y sin participación en sus manejos, sufren asimismo las consecuencias del descrédito de sus progenitores, hermanos o cónyuges venales y en el colegio, en el supermercado o en el centro deportivo son el blanco de la frialdad manifiesta cuando no del rechazo explícito y humillante de amigos, compañeros de clase o relaciones de trabajo.
Sus noches de sueño tranquilo y reparador devienen largas horas de insomnio atormentado, cualquier actividad anteriormente agradable queda malograda por la angustia y la vergüenza que les atenaza y se ven obligados a recurrir a tranquilizantes y antidepresivos para soportar la desazón y la tristeza que les poseen continuamente. Por supuesto, tras largos y azarosos procesos judiciales muy onerosos en abogados y trámites, a menudo acaban dando con sus huesos en la cárcel y tienen que afrontar la pesadilla de cambiar los brillantes salones y los alfombrados despachos del poder por una estrecha celda y la compañía de las elites empresariales, profesionales, gubernamentales, parlamentarias y artísticas, con las que solían codearse, por la de la escoria de la sociedad
No cabe la menor duda que si una vez apurado el cáliz amargo de la ignominia que sus fechorías han puesto en sus manos, hacen un balance coste-beneficio de los manejos que les han traído hasta su presente desgracia, ni uno de ellos vacilará en concluir que la decisión de abandonar la senda de la rectitud para prosperar ilícitamente fue tremendamente equivocada y que si se les diera la oportunidad de volver atrás en el tiempo jamás incurrirían en tal error. Por desgracia, el arrepentimiento y la lucidez que da la experiencia llegan casi siempre tarde y quizá lo único positivo de estos ejemplos de oprobio sea que puedan servir de elemento disuasorio en el futuro para potenciales depredadores del erario.