No me he apuntado al curso acelerado sobre Crimea que deben haber hecho tantos columnistas, y que les permite desantrañar hasta la última causa del conflicto cuando no están hablando de Mourinho, que es muy a menudo. Ni siquiera terminé el máster que parece obligado en la profesión desde hace unos años, el de la crisis, diseñado para hacernos a todos economistas y expertos en las calificaciones del riesgo, que no lo sé pero imagino que en el acto de graduación deben llamar a Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán para cantar “Linda prima”.
Yo las últimas noticias que tengo de la guerra de Crimea son el cabreo que se cogía el mejor Dostoyevski -ya reaccionario-, por la traición de Europa, en especial de Francia y de Inglaterra, que se aliaban con los turcos contra la Santa Rusia. Dostoyevski, que de joven había amado los cantos occidentales de anarquía, liberalismo y democracia, acabó señalándolos a todos simplemente como demonios, sin apellidos, entendiendo que sus diferencias eras matices del mismo error. Y le llevaban esos demonios viendo a las potencias occidentales aliadas con los infieles, sólo para incordiar al Zar. De aquella guerra también recuerdo a Errol Flynn al mando de la brigada ligera, cargando en Balaclava. Y poco más.
Mi ignorancia sobre el itinerario de los gaseoductos o el porcentaje de rusohablantes y tártaros en la región, y mi pereza para ponerme a estudiar qué es eso de El maidán del que todo el mundo habla -con la misma familiariedad con que llamaban Madiba a Mandela– me permite acercarme a la cuestión con el único prejuicio de pensar que estas cosas pasan por liquidar el imperio austro húngaro, que Dios no guardó lo suficiente.
Y un ignorante del tema -ni siquiera sé porque ahora a los ucranianos les llamamos ucranios-, de verdad que lee las noticias de los últimos meses y se queda perplejo. En resumen, aquí lo que Obama y la vetusta Europa están vendiendo es que las revueltas de Kiev -que han derrotado a un gobierno salido de las urnas- son la máxima expresión de la democracia; y que, al contrario, un referendum apoyado por más del noventa por ciento de la población es un acto ilegítimo que la comunidad internacional no puede reconocer. Es como si aplaudimos el motín de Aranjuez y condenamos a las Cortes de Cádiz.