Hagamos más altas las vallas de Ceuta y Melilla. Que toquen el cielo. Que se adentren en el mar varias millas. Que estén electrificadas. Y dará igual, lo seguirán intentando. Si se hace eso o todavía más, incluso si Bruselas da dinero para cavar fosos con estacas, o si convencemos al Sultán -ya se hizo en su día- para que capture a los inmigrantes y los abandone en el desierto, sólo se conseguirá hacer más espectacular el juego indecente que desde hace tiempo alentamos. Un juego inevitable cuando a un lado del muro reina la hipocresía progre y buenista, y del otro la necesidad, el hambre o la guerra.
La avalanchas de desesperados se producen por una razón muy sencilla: porque saben que los que consigan trepar -aunque se despellejen los cuerpos en el intento- tienen premio. Quienes atraviesan la frontera no puede ser devueltos, y de inmediato se les ofrece consejo jurídico, cuidado médico y asistencia social. Por eso, siempre, lo seguirán intentando.
Nos quedamos muy perplejos hace años, cuando descubrimos aquellos programas de televisión japoneses cuya temática única era el maltrato extremo al concursante, un pobre tipo con sonrisa estúpida que se dejaba crucificar por un puñado de yenes. Pues aquí igual, sólo falta que emita telecinco el salto de la valla, porque España sigue mandando el mensaje de que quien transgrede la ley para entrar en su territorio será recompensado. Los políticos sólo están hablando de endurecer los requisitos para acceder al premio, en una muestra crueldad intolerable.
La solución no pasa por hacer las pruebas de acceso más extremas, como si hubiésemos contratado a los guionistas de aquellos concursos japoneses. Bastaría con retirar el premio. Sería suficiente legislar para que quienes accedan a España violando una de sus fronteras puedan ser devueltos de forma inmediata al otro lado. Y, de paso, que los buenistas progres cuando vayan a Marruecos, en vez de en la Mamounia, se alojen en el Gurugú.