La tarde languidecía cuando la señora Antúnez repasaba la montaña de folios apilados en el escritorio de su despacho. Sobre la mesa reposaban subrayadores de distintos colores y un rosario de bolígrafos con los que anotaba el grado de importancia de las invitaciones a eventos y peticiones de reunión que llegaban al email del presidente del Consejo de Administración del bufete. Un ejército de post-it amarillos que pegaba en la primera página de cada una de las hojas grapadas le ayudaba en su labor cotidiana. Es como la de un carnicero, solía decir, que separa los nervios del solomillo. Era una secretaria minuciosa acorde a la exigencia del señor Robledo, al que gustaba tener un informe diario a primera hora de la mañana. Así lo hizo durante 20 años.
La señora Antúnez llevaba media vida allí y ya ni se acordaba de cómo llegó a convertirse en lo más difícil: ser imprescindible en uno de los despachos de abogados más importantes de la ciudad. Antes había trabajado en un colegio como recepcionista, en la biblioteca pública de su barrio y en la fundación de un banco en la que cada vez se sentía menos identificada con la acción social, que es como llaman a despilfarrar el dinero en construir una sociedad más «equitativa, inclusiva y sostenible».
-Menuda mamarrachada-, repetía entre risas poniendo el tono de su antigua jefa, hija de un banquero.
El despacho olía a café, como a todas horas, que no había momento en que no se acercara alguien a saludarla y, con la excusa, accionar el botón de la cafetera. O era al revés, qué más da. Para todos siempre tenía su mejor cara. La luz del flexo rebotaba en su teclado y los últimos rayos que se filtraban por la ventaba ayudaban a otorgar la calidez justa a una estancia de lo más agradable. A un lado, en el corcho, las fotos de sus nietos; al otro, un jarrón con flores secas y un detente que le regalaron en su última visita a Fátima. El suelo de parqué color castaño oscuro, una estantería con tomos de la editorial Aranzadi y distintos cuadros de galgos de caza daban el caché esperado al antedespacho del presidente.
-A ver si acabo ya y voy a la residencia-, le soltó a su marido antes de colgar el teléfono. Para el año nuevo la señora Antúnez había prometido que sacaría a su padre del asilo, aunque ya nadie los llama así. Centro de mayores, rezaba el cartel de la entrada.
-Nunca debí hacerte caso, -le decía a su hermano, arrepentida-, si no quieres cuidar a papá lo haré yo.
La señora Antúnez había decidido que dejaría de trabajar para encargarse de su padre, así que la prejubilación llegaría con el año nuevo. Eran días agitados, los últimos del curso, y eso quería decir que los juniors del despacho doblaban turnos para cuadrar las cuentas del ejercicio. De nuevo beneficios, habían entrado clientes potentes, casi siempre la administración pública, por eso son tan importantes —era la máxima del jefe— las comidas con los políticos. Es lo primero que aprendió la señora Antúnez al llegar: el bacalao se corta en el mundo de los reservados y los cenáculos de la capital.
Cuando atravesaba el portal del edificio con salida a la Castellana (estilo señorial, escalera alfombrada, portero uniformado en la recepción) sonó el teléfono. Era el señor Robledo. Y no era la primera vez que le ocurría.
-Don Luis, dígame-, respondió apurada.
Las instrucciones eran precisas: necesitaba un regalo para su esposa. ¿Pero hoy día 24? Las explicaciones sonaban a justificación: que con tantos asuntos en la cabeza se le había pasado la fecha, que lo había previsto para esa misma tarde pero que el aperitivo con los socios se había alargado, que llevaban demasiadas copas, que acababan de entrar a tomar la penúltima en el bar inglés del Wellington…
La señora Antúnez ya sabía qué significa todo eso, así que volvió a subir, entró en el despacho del presidente y cogió la tarjeta de crédito a la que sólo ella tenía acceso. ¿Qué le podría comprar a la mujer del señor Robledo? Seguro que lo tendría todo. ¿Qué tal un bolso?, ¿quizá unos zapatos? Levantó la vista, era media tarde y los jóvenes que trabajaban de sol a sol durante el año seguían ante el ordenador. Alguno, con sorna, había sacado un gorrito de Papá Noel.
-No os vayáis muy tarde-, les dijo con lástima al salir. Enseguida, volvió apresurada sobre sus pasos:
-Marchaos ya-, les ordenó como una madre.
Después recogió a su padre en la residencia. De camino a casa, en el coche, recordaron divertidos la película favorita de papá que veían cada Navidad mientras tarareaban aquella canción tan pegadiza: «Búfalo no puede dormir, no puede dormir, no puede dormir…».
Nadie sabe cómo lo hacía, pero la señora Antúnez siempre sacaba tiempo para todos. Dejó a papá en casa y se marchó al centro, seguro que se le ocurría un buen regalo. Cayó en la cuenta de que el Corte Inglés siempre cierra el último. Y además tiene garaje. Perfumes, bolsos, relojes, joyas… Nada de eso: un viaje, que para algo don Luis cumple 25 años de matrimonio.
Dos horas después don Luis volvió al despacho. Sobre su mesa encontró una pequeña caja envuelta en papel de regalo con una nota: «La vida de cada hombre afecta a muchas vidas y cuando él no está deja un terrible hueco».
Una lágrima corrió por el rostro del presidente —a esa hora a salvo de miradas— cuando recordó que también había olvidado que era el último día de la señora Antúnez en el bufete. Aún tuvo serenidad para desbloquear el teléfono y enviar un mensaje:
-Elena, te echaremos de menos.