Harry Potter, el niƱo mago, acabó sus libros como adolescente, y ya estĆ” a punto de cumplir los treinta y cuatro aƱos. Su autora, J.K.Rowling, lo ha celebrado en su blog con un breve artĆculo en el que sigue dando vida a todo ese universo mĆ”gico con el que han crecido las Ćŗltimas generaciones. QuizĆ” lo mĆ”s inverosĆmil del colegio mĆ”gico de Hogwarts no es que los coches vuelen o los sombreros hablen, sino que la comunicación a distancia estĆ” en manos de lechuzas mensajeras, porque los alumnos no tienen WhatsApp, ni siquiera sms. AdemĆ”s de las reflexiones que podamos extraer sobre la brujerĆa de nuestros tiempos, es todo un hito literario -una nueva frontera en la ficción- contemplar como por primera vez la magia queda por detrĆ”s de la tecnologĆa. En muchas de su aventuras Harry Potter habrĆa sido mĆ”sĀ Ā temible con un iPhone que con su varita.
Sin duda engrandece el talento de Rowling escribir hasta siete libros sin que se note demasiado esta singular anacronĆa mĆ”gica, y sin que llegue a resultar ridĆcula. En su favor hablan millones de lectores que saben todo de Harry y ni idea de quiĆ©n es ese tal MerlĆn. En su contra -sin acritud- que esos millones se aficionaron a la vida de Potter en plena pubertad, y resulta algo mĆ”s fĆ”cil extraer el conejo blanco delante de un pĆŗblico que acaba de enterarse de que los reyes son los padres, y que estĆ” haciendo todo lo posible por olvidarlo.
Este mes de agosto Alfred Hitchcock habrĆa cumplido ciento quince aƱos. Como si se hubiera graduado cum laude en ese colegio de Hogwarts, Hitchcock tambiĆ©n tiene el tĆtulo de mago. Y se le podrĆa aƱadir el de hechicero, brujo o prestidigitador, cualquier forma druĆdica que consiga crear ilusiones difĆciles de desenmascarar. Porque todavĆa sorprende que un pĆŗblico nada infantil muerda todos los anzuelos que colocaba el director inglĆ©s, sin que se pueda eludir ni una solo trampa, sin que se cuestione lo absurdo de muchas tramas, que a veces casi llegan a lo de la lechuza de Potter.
En la ventana indiscreta, por ejemplo, no puede existir personaje mĆ”s inverosĆmil que ese vecino escayolado y fisgón que hace James Stewart, un tipo que se atreve a darle largas a la mismĆsima Grace Kelly. Imposible. Si con esos vestidos ella parece mĆ”s una valquiria que la futura princesa de un casino. Por ese desdĆ©n incomprensible el espectador casi se alegra de que al final se rompa Jimmy la otra pierna. Una alegrĆa parecida a la que produce Cary Grant escapĆ”ndose de la avioneta asesina, con la muerte en los talones. La secuencia entera es un ejemplo socorridĆsimo cuando alguien pretende engrandecer el cine. No hay apenas una palabra, sólo el zumbido del aeroplano y la mĆmica de Grant sobrecogiĆ©ndonos. Es tan mĆ”gica la forma de contar esa historia que cuesta caer en la cuenta de que, si pretendĆan un asesinato efectivo, hubiese sido mucho mĆ”s lógico ir a buscarle en un coche hasta a aquel cruce de caminos, luego bajarse, pegarle dos tiros en el pecho y uno en la cabeza, y a otra cosa. Tratar de atropellarle desde una avioneta resultaba muy complicado, casi como los artefactos que los villanos de James Bond utilizan para liquidar al espĆa pero, a diferencia de estos, en Hitchcock las torpezas de los malos nunca parecĆan estĆŗpidas. Lo cierto es que ni las calabazas del fotógrafo a Grace Kelly, ni la necedad de los asesinos del avión, desdicen el genio del gordo inglĆ©s, todo un personaje valleinclanesco, feo, católico y sentimental, que definĆa el cine de forma mucho mĆ”s sencilla, como una sala llena de butacas que hay que llenar. Nada de descrĆ©dito,al revĆ©s, con Hitchcock estĆ”s obligado a creerte cada secuencia sin pestaƱear, porque la pantalla te envuelve en una historia que nadie puede poner en duda, con un ritmo para el que probablemente se inventó la palabra trepidante, aunque ya no surte efecto porque estĆ” manoseadĆsima en la sinopsis de todas sus pelĆculas.
La familia Hitchcock pertenecĆa a esa institución occidental que son los tenderos londinenses, y Alfred fue educado con disciplina jesuita. Es extraƱo que no se bucee mĆ”s en su confesión religiosa, porque hay mucho de anglocatólico en su cine y en su humor, que ni el uno ni el otro se entiende del todo sin Roma. Sin embargo sĆ que han hurgado hasta el tuĆ©tano en complejidades basadas casi todas en suposiciones, o peor, en supersticiones freudianas, como si fuera una desviación el gusto por las rubias. La vejez real del cineasta, tan clase media, no habrĆa dado para tantos libros y pelĆculas que siguen floreciendo sobre Ć©l. La realidad era mucho mĆ”s casera, la cuenta su Ćŗnica hija. Casi hasta el final degustaba la cocina de su esposa, y luego Ć©l lavaba los platos. Semanalmente recibĆa a un cura que en el mismo hogar celebraba misa, al final la Ćŗnica magia era la de la liturgia. Los obsesos con su obra se han inventado que todo aquello era la tapadera de una trama subterrĆ”nea y sórdida por algo de mitomanĆa, y quizĆ” porque eso era lo que pasaba casi siempre en sus pelĆculas.