Aprovechando el bendito tiempo de las vacaciones hui unos días de la ciudad, con mujer e hijos, hacia los Alpes franceses.
Confieso que he pecado por tener más de un hijo y, como el pecado invita al pecado, no sólo he hecho nacer productores de CO2 a esta tierra, pero tuve luego que comprar un auto lo suficientemente grande para encerrarlos a todos dentro. Doble falta. Quien dice auto grande, dice más consumo de CO2. ¡Mea culpa!
Al fin libres, dijimos frenando el auto en medio de un circo de montañas donde no se avistaba alma humana al horizonte
Para evitar lugares concurridos, repletos de mascarillas que acentúan aún más la ferocidad de la mirada ajena sobre los pecados propios, decidí subir un cerro cargándolos a mis espaldas. Es decir, tomé la primera senda barrosa que subía la colina y poniendo la primera, con mujer y vástagos, nos lanzamos a la aventura.
Frené brutalmente a la cuarta curva, apenas iniciado el ascenso, al ver una mujer de unos sesenta y pico de años y de colorida vestimenta hacerme señas como si fuera un policía dirigiendo el tránsito. Pobre mujer, pensé para mis adentros, deberá tener algún problema. Pues no. Parece que el problema lo cargaba yo. Me hice insultar, en francés silvousplait, por contaminar tales lugares. No me quedó claro si el problema era mi 4×4 o mis hijos, o ambos, porque al ver que la mujer gozaba de una perfecta salud física, ya que no mental, puse de nuevo la primera y ahogué sus gritos e imprecaciones en el ruido de una fuerte aceleración.
Al fin libres, dijimos frenando el auto en medio de un circo de montañas donde no se avistaba alma humana al horizonte.
Desembarcamos nuestros trastos y, tradición familiar obliga, recogimos leña suficiente para asar a la parrilla algunos kilos que carne que tuvimos la previsión de llevar a cuestas. Otro pecado, pues la carne era Black Angus de primera calidad y no de gusanos, ni de otras yerbas semejantes vendidas por el viejo Klaus, el carnicero del Foro de Davos.
El asado estaba justo a punto cuando surgieron, vaya uno a saber de dónde, dos chicas jóvenes, atraídas, pensé al ver sus voluptuosas tallas, por el olor de la carne.
De tanto abstenerse de comer carne, a los veganos les desvive intentar comerse el cerebro de cuanta persona encuentran en su camino
Y así era nomás. Pero no quisieron comer. Se lanzaron en una diatriba endiablada sobre los, pésimos parece, efectos de la carne sobre el organismo, el cosmos y no sé que más. Pensando en la mujer avistada a la mañana, estuve tentado de preguntarles si no se habían olvidado a su madre algunos kilómetros abajo, pero como las señoritas no parecían de humor me abstuve, mordiéndome la lengua, de hacerles el chiste.
Menos mal que no lo hice. Al final, no eran hermanas, como ingenuamente lo creía. Después de que las haya echado, con la misma simpatía con la cual el Cristo sacó a los mercaderes del templo, las vi, a lo lejos, besándose de manera apasionada. Se trataba de esas nuevas parejas que andan derrochando nuevas identidades de género por donde caminan.
¡Qué día!, pensé dando un buen mordisco a la carne perfectamente asada. Primero la vieja y luego estas dos. De tanto abstenerse de comer carne, a los veganos les desvive intentar comerse el cerebro de cuanta persona encuentran en su camino. Cuidado si se cruzan a alguno porque de seguro intentará darles un buen mordisco.
Cansado, a la hora de la siesta, eché una mirada a la biblia que traía encima y abriendo al azar sus páginas, leí un pasaje de la primera carta de San Pablo a Timoteo: “El Espíritu nos dice claramente que en los últimos tiempos algunos renegarán de la fe para seguir espíritus seductores y doctrinas diabólicas. Aparecerán hombres mentirosos con la conciencia marcada con la señal de los infames. Estos prohíben el matrimonio y no permiten el uso de ciertos alimentos, a pesar de que Dios los creó para que los comamos y luego le demos gracias. Así lo hacen los creyentes que conocen la verdad”.
Disculpen los lectores esta nota tan personal, pero en tiempos de vacaciones conviene olvidarse de todas las minucias cotidianas para recordar sólo lo esencial.