La entrega, por parte del PSOE, del Ayuntamiento de Pamplona, Iruña en terminología indigenista, a Bildu, tendrá unas consecuencias más que previsibles. El consistorio de la capital de Navarra, Nafarroa para todos aquellos que no pueden pronunciar la palabra España, es la plataforma idónea para que los filoetarras se conviertan no sólo en gobernantes de las provincias Vascongadas, Euskadi en torcido neologismo del racista Arana, sino en impulsores de la unión de esas provincias castellanas y Navarra. En una España en la que los principales partidos, con el PSOE que declaró dos estados de alarma inconstitucionales a la cabeza, se aferran talmúdica e interesadamente a la Constitución, la disposición transitoria cuarta, que establece un procedimiento para la incorporación de Navarra al País Vasco, y no al revés, ofrece unas condiciones inmejorables para la creación de una Euskal Herria a la que las provincias francesas que considera suyas, se le resisten tenazmente.
Antes de alcanzar ese sueño, han de darse algunos pasos. El principal de ellos, pues el proyecto euskalherriaco tiene, pese a sus recientes envolturas, una raíz etnolingüística, será la implantación, en los que llaman «territorios históricos», de la neolengua vasca: el euskera batua. El procedimiento es bien conocido, consiste en hacer general lo que es particular, siempre que este particularismo sirva a los propósitos secesionistas. En el caso del vascuence, Navarra está fragmentada entre los que lo han hablado y lo hablan con mayor o menor soltura, y los que nunca emplearon la que delirantemente se llamó, cuando aquellas tierras guardaban las esencias cristianas españolas, la lengua del Paraíso. Fuera del bíblico Paraíso debió quedar la Ribera, comarca en la que siempre se ha hablado español, anomalía esta, que habrá de corregirse con adecuadas dosis de medidas coercitivas y el establecimiento de una tupida red euskoclientelar.
El proceso lleva ya muchos años en marcha y ha dado sus frutos en muchos ámbitos. Particularmente en el de la toponimia, fundamental campo de batalla para aquellos que tratan de presentar a Euskal Herria como una realidad históricamente o, por mejor decir, ahistóricamente, desconectada del resto de España y de su lengua franca. Prueba de ello es el hecho de que el Pacto de Estella, firmado en 1998 por el PNV, Herri Batasuna y toda la patulea de organizaciones secesionistas en un momento de flaqueza de ETA, fue llamado Pacto de Lizarra, pues Estella sonaba demasiado castellano. El truco leguleyo, en este caso, es aprobar un nombre oficial que los medios de comunicación, deudores de sus subvenciones, repetirán machaconamente. Preparémonos, pues, para escuchar la palabra Iruña, ignorada por uno de los principales propagandistas de Pamplona, Hemingway.
Con Pamplona en su poder, Bildu, que prudentemente ha dejado en un segundo plano al hombre de paz, se dispone, si las encuestas no fallan, a gobernar la Comunidad Autónoma Vasca, orillando a un PNV cuya estética y discurso palidecen ante la amplia paleta cromática que exhiben aquellos chicos de la gasolina que hoy pisan los más elegantes salones.