Tal y como está el paisaje político, ser monárquico en España se está convirtiendo en un lujo sólo al alcance de unos pocos. Lujo que requiere dejar previamente inactiva una parte del cerebro, exactamente aquélla que suele responder a la pregunta de «para qué sirven las cosas».
La ofensiva disgregadora de Sánchez y sus socios está demostrando hasta qué punto la Corona, en España, es una institución inoperante si no cuenta con el respaldo de otras instituciones del Estado. El discurso de Felipe VI ante el golpe separatista de 2017, tan épicamente glosado por tanto florido cantor, fue ciertamente muy importante, pero ahora vemos que fue posible porque había detrás una policía, una guardia civil, unas fuerzas armadas, unos tribunales y, en fin, un Estado dispuesto a servir de parapeto para proteger la unidad nacional. Y si lo vemos ahora, y no lo vimos con la misma claridad entonces, es porque hoy, en esta hora, cuando el Gobierno ha invadido, maniatado y castrado todas las instituciones regulares del Estado, el papel de la Corona está quedando en mero comparsa silencioso —eso sí, muy guapo— de la desconstrucción nacional.
Basta plantear crudamente el hecho. La Corona, «porque no tiene más remedio», está a un paso de avalar la formación de un Gobierno que sólo podrá salir adelante por el apoyo expreso de: a) un partido separatista que abusó de su posición de poder para dar un golpe institucional contra la unidad nacional y que ya ha dicho que volverá a hacerlo; b) un grupo político que recoge la herencia de la organización terrorista ETA, que adorna sus listas con terroristas condenados por asesinato y otros delitos y que también aspira abiertamente a romper la unidad nacional española. El mero enunciado de la situación nos sumerge en una atmósfera irracional, como una pesadilla grotesca. ¿Cómo es posible que hayamos creado un Estado tan claramente disfuncional, un Estado capaz de arrojarse a sí mismo por el sumidero, un Estado donde, en última instancia, no hay nadie que proteja realmente la supervivencia del Estado? Si alguien osa objetar que aún nos queda la Constitución, es simplemente porque no se está enterando de nada.
La estrategia sanchista de ocupación del poder, que asomó claramente sus hechuras durante el coronavirus, ha apuntado con determinación a devorar a aquellas instancias que, en condiciones normales, garantizarían el equilibrio de poderes y la seguridad del edificio político: el Tribunal Constitucional, el parlamento, los medios de comunicación mayoritarios, la policía, los órganos públicos que retratan la realidad del país (el CIS, el INE), etc. Desprovisto de todo eso, el jefe del Estado, que en España no es más que una figura simbólica porque así lo quiso Juan Carlos I, se encuentra completamente a merced de quien ejerce el poder de hecho, que en este caso es un presidente del Gobierno sin el menor apego a eso que se antes se llamaba «la España constitucional».
«¿Y qué podría hacer el rey?» —pregunta el último monárquico vivo—. «La Constitución le ata». «Más vale no tocarlo, pues, al fin y al cabo, es lo único que aún mantiene unido el edificio». Es verdad: durante décadas, la Corona, en España, ha sido el paraguas que nos permitía mantenernos a resguardo de las múltiples tendencias centrífugas de nuestro sistema político. Pero eso era, precisamente, porque las instituciones fundamentales del Estado estaban a su lado. Y ahora, al contrario, empezamos a vivir el proceso inverso: la Corona puede terminar convirtiéndose en el biombo —sí, en efecto, muy vistoso— que oculta las vergüenzas de los que desean despiezar el Estado. La objeción clásica era: «Si no estuviera el rey, esto estallaría en mil pedazos». Ahora la objeción empieza a ser más bien esta otra: «La presencia del rey está sirviendo de coartada para que esto estalle en mil pedazos». Y él no podrá hacer nada.
¿No puede hacer nada? En realidad, sí podría. Hay vías constitucionales expresas y hay mecanismos institucionales tácitos. Eso sin contar con las maniobras de influencias a espaldas del público y que, en todos los Estados del mundo, suelen ser más eficaces que los juegos encima de la mesa. Tal vez algo de eso esté ocurriendo sin que los demás nos enteremos. Pero el hecho es que, hoy por hoy, la Corona, con su inactividad, está demostrando que nuestro sistema político adolece de un defecto gravísimo, y conviene expresarlo sin tapujos: en España, el jefe del Estado carece de instrumentos efectivos para defender la integridad del Estado. ¿No habría que darle una vuelta a esto?
Respecto a la Corona: lo único que cabalmente justifica la existencia de esta institución es que encarna físicamente la continuidad histórica de la nación española. Sólo eso permite aceptar que una familia ocupe la cabeza del Estado por derechos de nacimiento. Hay quien cree —y no lejos de Zarzuela, por cierto— que el rey podría mantener su corona en una España desnacionalizada sobre la base de un Estado de tipo confederal. Quien así piense, que no se engañe: la disgregación de España como comunidad política significaría de inmediato la completa pérdida de legitimidad del rey. La nación puede sobrevivir a la muerte de la Corona, pero la Corona no podría sobrevivir a la muerte de la nación. El rey debería ser el primero en saber esto. El rey y los que susurran a su augusto oído.