Hace un par de semanas, Pilar Llop, que ejerce de ministro de Justicia en funciones, en el turno de la presidencia del Consejo de la Unión Europea vino a Bruselas, y compareció ante la Comisión de Libertades. Le pregunté, recordándole su anterior presencia en enero de 2023, como es obvio, acerca de la situación en que quedaba un Tribunal Constitucional asaltado en aquella infausta Navidad de 2022 por Sánchez y su socio comunista gracias al tembleque de piernas que le dio al Partido Popular y a los vocales designados a instancias de este partido.
Es indiscutible que el TC, convertido en tribunal antisoberano bajo la vara de Conde-Pumpido, carece de la más elemental apariencia de neutralidad frente al Ejecutivo, y por tal razón se nos aparece a la mayoría de los españoles como un órgano sin legitimidad para enjuiciar, conforme a Derecho, la conformidad o no del proceder del Gobierno y de los grupos políticos que lo han sustentado y que pretenden sustentarlo, en caso de plantearse recurso o cuestión de inconstitucionalidad frente a la futura ley de amnistía o cualquier otra ilegalidad pactada con los separatistas.
La sra. Llop contestó con una débil argucia; limitándose a decir que el TC no es Poder Judicial. Un leguleyo diría: respuesta correcta. Un hombre que cree en la recta razón responderá con claridad que esta respuesta prueba que para Sánchez y su banda al TC no le es exigible la neutralidad, imparcialidad e independencia que reclama la Justicia. Las cartas sobre la mesa. Para el Gobierno el TC es un instrumento para su acción política, desnaturalizado, y por ello, ilegítimo. La mayor ilegitimidad de una institución es no responder a su función.
Y vaya si lo es un Tribunal que en poco más de ocho meses se ha cargado el derecho a la vida, la libertad educativa y el principio de legalidad al habilitar que el Gobierno, en fraude constitucional, no presente proyectos de ley sino que acuda a la estratagema tramposa de formular proposiciones de ley, para eludir la advertencia, el asesoramiento y la consulta de órganos tan relevantes como el Consejo Fiscal, el Consejo General del Poder Judicial, la Abogacía General del Estado o el Consejo de Estado.
Si Alfonso Guerra, elevado hoy a los altares por los defensores del popular e ineficaz positivismo, finiquitó a Montesquieu; Sánchez y Pilar Llop, con Campo y Conde-Pumpido, se han cargado de un plumazo a Kelsen y toda la arquitectura de la justicia constitucional. Quizás los jueces y magistrados de a pie, tan atareados en sacar los asuntos de su Juzgado o Audiencia adelante, no han tenido tiempo a tal reflexión. Valga este artículo como acicate.
Llevamos muchos años de una exégesis constitucional blanda, apocada, débil. Una exégesis constitucional para agradar al poder constituido, desde las cátedras universitarias o el tribunal constitucional.
Pero es llegado el tiempo de una nueva interpretación. Una interpretación de la Constitución que se alce sobre los cimientos firmes de la eficacia para el mantenimiento de la identidad y la integridad de la comunidad nacional, la norma justa y la unidad de la nación.
Cuando el artículo 9.1 de la Constitución dice que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico no excluye ni al Gobierno, ni a los partidos políticos, ni al Congreso ni al Senado. Durante décadas, una ola de democratismo cutre y viscoso ha invadido el pensamiento jurídico español, aceptándose como cierta la falsa retórica de que, si lo aprueba el Parlamento, «por el procedimiento que nos hemos dado» (sic), y con la mayoría adecuada es bueno y es válido.
Quien así ha hablado durante décadas, quienes han defendido ello, desconocen que derecho viene de recto. No puede ser válido en una sociedad que se respeta a sí misma aquello que no es bueno, bello y verdadero. La validez de una norma no puede depender sólo del procedimiento y la mayoría; pues de ser así, hasta el procedimiento cederá ante la mayoría. Una mayoría, además, que en España se forja por un hatajo de minorías, separatistas, ridículas, falsarias y en algunos casos terroristas, una mayoría que se forma en España contra España.
No puede ser válida una norma contra la comunidad que se da a sí misma la norma. Parece fácil de entender, pero en escuelas, universidades y televisiones llevamos años soportando el insoportable discurso de ese democratismo de revolución multicolor.
Kelsen ha sido asesinado por quienes lo han encumbrado. Hay que combatir de raíz esa idea que está detrás de las consultas a favor de la ruptura de la integridad territorial, las leyes liberticidas, la derogación del delito de sedición e incluso la ley de excarcelación de violadores. Hay iniciativas contrarias al derecho y a la justicia que se engalanan en vistosos argumentarios de colorines, con el apoyo de la turba mediática, que hace mucho ruido, un ruido ensordecedor hasta el hastío; mezquindad e ignorancia.
Los jueces y magistrados administran Justicia en nombre del Rey, símbolo de la unidad y permanencia de la patria, cuya indisolubilidad y unidad son el exclusivo fundamento de la nación; ergo cualquier ley o reglamento que atente directa o indirectamente contra ello debe ser inaplicada. Y atenta contra la nación, su derecho a la defensa, sus instituciones judiciales y la igualdad de los españoles tanto la amnistía como el conjunto de insidiosos acuerdos que vamos conociendo.
El Ejecutivo, empleando torticeramente al Congreso, está echándole un pulso a la nación y al Estado de Derecho empleando la Ley para destruir la Justicia. De la Ley a la Ley se dijo en 1977. Ahora, de la Ley al caos. De entre la tríada clásica de poderes del Estado, compete hoy más que nunca a jueces y magistrados actuar en salvaguarda de la nación soberana, de su unidad, de su permanencia y de su reconocimiento como tal. Si no sucede, si un positivismo pasado de moda se acaba imponiendo, si las aspiraciones personales se imponen a las exigencias históricas del momento, ya nada habrá que salvar y tocará construir algo distinto desde las ruinas del régimen del 78, derruido por Sánchez y sus secuaces separatistas.