Conversaba el otro día con Álvaro Bernad sobre la moral y su objetividad, cuando a raíz de que el vídeo se diera por titular «Hay culturas superiores a otras» me salieron al paso unos cuantos que me gritaron «etnocéntrico» y «supremacista», cosas que a servidor y hoy en día, que quieren que les diga, las recibe como pellizquitos de monja. Recalco lo de «unos cuantos», porque la buena noticia es esta: me da que el relativismo cultural y moral, ante lo recios que se están poniendo los tiempos, empieza a recular a marchas forzadas. Merece en todo caso la pena explicar una vez más esto que aquí repito: que hay culturas que son mejores que otras.
Empecemos a encadenar obviedades: se vive mejor en unos sitios que en otros. Se vive mejor no sólo porque haya centros comerciales y coches chulos y muchos bares —que también—, sino por fruslerías tales como hospitales públicos y decentes, la posibilidad de dar un paseo sola a las 11 PM sin que te violen y libertad para expresar lo que piensas del gobierno. Lo digo porque hay sitios donde hay unos centros comerciales y unos coches que te mueres, pero de lo otro no hay, o no hay más que para unos pocos: pongamos que hablo de Riad.
Pues bien, como decía, hay sociedades en las que se vive mejor que en otras, eso no hay nadie que lo ponga en duda, descontados los cuatro comunistas trasnochados que aún quedan por estos lares que a lo mejor han estado en Varadero, pero no en La Habana, o no el suficiente tiempo para apreciar las consecuencias de una ideología criminal. Partiendo de ahí, creo que tampoco se les escapa a muchas personas que la cultura determina a la sociedad, es decir, que el «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social» (Diccionario de la Lengua Española) establece cómo vive ese grupo social.
Cuando un artista resulta genial y sus obras maravillosas, son muchos los que se lanzan a estudiarlo, y no solo para concebir dos o tres ocurrencias con las que impresionar a los demás, sino por entender su grandeza y tratar de emularla. Con las empresas pasa otro tanto: se analizan las que dan mejores resultados para replicar sus éxitos. Ocurre en general con todo lo que funciona bien, de la cocina al fútbol, que se escudriña con el afán de replicarlo. Pero hete aquí que llega la posmodernidad, con sus ideas de campus enloquecido y jersey de cuello vuelto y cigarrillos Gauloises, y nos dice que las sociedades que mejor funcionan en el mundo, allí donde se vive más y mejor, son cáncer planetario, y que la única explicación de su éxito es su violencia ínsita, el Pantone de la piel de sus miembros y la mentira institucional.
Hago un inciso desgraciadamente necesario, ante la merma de sentido común imperante: las sociedades de las que estamos hablando no están exentas de problemas, no son perfectas y tienen mucho que aprender de las demás. Lo cortés no quita lo valiente; nadie habla de ser acrítico ni de no reconocer específicamente, por ejemplo, que en algunas sociedades musulmanas funcionan más y mejor las redes de solidaridad, o que hay comunidades locales en Camboya cuyo sentido de la comunidad ya quisiéramos para nosotros. Consumismo, individualismo extremo y la propia posmodernidad: no son pocas las goteras de este edificio nuestro que llamamos occidental. Ahora bien; las personas que niegan que unas culturas sean superiores a otras, al tiempo que llaman a empatizar con los inmigrantes, que se juegan la vida por ir a una sociedad mejor, esta, la nuestra, ¿qué tienen en la cabeza exactamente?
Como hay por ahí gente muy simplona y acomplejada, conviene aclarar que esa superioridad de unas culturas sobre otras no es un cheque que habilite para invadirlas y expoliarlas sin más. Es decir: sí, el colonialismo estuvo mal. Lo pongo en pasado porque el colonialismo ya no existe como tal, aunque sí que existe la agresión militar, que no tiene relación alguna con la superioridad cultural, sino con la existencia de sátrapas psicopáticos —valga la redundancia— como Putin, sin ir más lejos. Quiero decir con esto que la en su día cacareada «Alianza de las Civilizaciones» escondía veneno, pues en esto radica, precisamente, la gracia del verbo civilizar, en que se basa en una serie de superioridades: «Elevar el nivel cultural de sociedades poco adelantadas»; «Mejorar la formación y comportamiento de personas o grupos sociales», dice el DLE. Y si a algún desgarramantas le da por gritar que el DLE es imperialista, habrá que recordarle que, hablando con propiedad, hay imperialismo o colonialismo cuando solamente hay intención de expolio y uno no se mezcla con la sociedad a la que llega. Y es por ello que hablar del colonialismo español en América es idéntico a hablar del colonialismo romano en el Mediterráneo: un disparate colosal. Se puede, entonces, hablar de un imperialismo norteamericano, pero hablar de imperialismo, en el caso de Alejandro Magno, pues qué les voy a contar.
La gente se juega el pellejo por acceder a lo mejor, esto es, a la universalidad. Porque este es el final de esta historia: no se trata de preferir Damasco o Copenhague —como quien prefiere el helado de fresa al de mango—, sino de reconocer que existen modos de vivir que son mejores y peores. No es lo mismo ser mujer y poder estudiar y elegir con quien te casas que lo contrario; no es lo mismo cometer adulterio y cargar con ese peso en tu vida que ser apedreado hasta la muerte por ello. Cuando hablamos de aspectos superiores no nos referimos a que la tortilla de patatas sea superior al cuscús, sino a aspectos esenciales para que la vida merezca la pena, como la igualdad de oportunidades, la libertad o la inviolable dignidad de cualquier ser humano.
Por negar esta obviedad que hay detrás de la superioridad moral e igualar esta idiotamente con el supremacismo —que nada tiene que ver— hemos dejado de pelear por un mundo mejor en muchos casos. Porque esto es lo peor que tiene el relativismo, verdadera carcoma de la lucha por un mundo más justo y humano: le niega cínicamente al diferente la posibilidad de acceder a lo universalmente bueno.